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  Félix Peña

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  Revista Diálogo Político | Septiembre de 2010
¿Es posible una visión realista pero positiva de la integración latinoamericana y del Mercosur?

 

La revista Diálogo Político es una Publicación de la Fundación Konrad Adenauer. Para descargar la publicación completa, haga click aquí.

 

Resumen
El de la integración latinoamericana es un fenómeno que se presta a diferentes lecturas. Pueden destacarse dos. Una privilegia lo que debería ser el fenómeno de integración entre un grupo de países que comparten un espacio geográfico regional. Predominan entonces consideraciones normativas e incluso, idealistas. La otra, más realista y positiva, privilegia el análisis de los progresos alcanzados, no tanto en función de paradigmas teóricos, de otras experiencias, de planteamientos normativos fundacionales o de expectativas generadas por protagonistas del momento, pero sí de posibilidades concretas y de lo que hubiera sido eventualmente la situación imperante entre los respectivos países en el caso de que la idea de integración no se hubiere traducido en compromisos y en algunos hechos. En los últimos tiempos se ha reinstalado un debate sobre el futuro de la integración latinoamericana y sobre cómo obtener mejores resultados. Tal debate se observa, en particular, en el ámbito del Mercosur.



I. Un fenómeno que se presta a distintas lecturas

Los profundos cambios que se están produciendo tanto en la realidad internacional como en la regional, y una cierta insatisfacción sobre los progresos alcanzados especialmente tomando en cuenta las expectativas generadas, explican que se esté profundizando un necesario debate sobre la integración latinoamericana y sobre su futuro (Casanueva, 2010, págs. 33-36; Leiva, 2010, págs. 17-31; Peña, 2010, págs. 425-450; Peña, 2010, págs. 23-43; Priess, 2010, págs. 175-187; Sanahuja, 2010, págs. 451-523; Sanahuja, 2010, págs. 87-134; Simonit, 2010, págs. 45-86).

Es un debate muy condicionado por la lectura que los respectivos analistas y protagonistas efectúan sobre lo que ha ocurrido en los últimos cincuenta años y sobre lo que está ocurriendo en la actualidad. Ello se debe al hecho que el de la integración regional en América Latina –y también en cada una de sus diferentes subregiones–, tanto en su dimensión política como en la comercial y económica, es un fenómeno que se presta a distintas lecturas que pueden ser, incluso, muy contrapuestas. Son, en todo caso, lecturas complejas por la proliferación de ámbitos institucionales con funciones y competencias que, al menos en su apariencia, aparecen como superpuestas.

Para algunos observadores, especialmente ajenos a la región, tal es la impresión que suele producir, por ejemplo, la coexistencia de la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR) con el Mercado Común del Sur (Mercosur) –y en cierta medida también con la Comunidad Andina de Naciones (CAN)–, ambos en el espacio geográfico sudamericano.

El cuadro aparece aún como más complejo y heterogéneo si se consideran los ámbitos institucionales existentes –o en estado de proyecto– en el más amplio espacio geográfico latinoamericano. A veces resulta difícil precisar sus alcances, funciones y competencias reales. Son varios los casos a considerar y tienen diferentes grados de formalización y en algunos casos sus competencias están centradas en cuestiones de comercio y económicas. Ellos son: la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), el Sistema Económico Latinoamericano (SELA), el Grupo Río, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) y, más recientemente, de la propuesta Comunidad de América Latina y el Caribe.

Vistos en su conjunto, tales ámbitos pueden generar la idea de un mosaico poco inteligible, por ejemplo, en la perspectiva aparentemente más ordenada de la integración europea, al menos apreciada ella en la perspectiva de su reciente etapa de las últimas dos décadas, antes de la actual crisis financiera global y de su fuerte impacto en algunos de los países miembros de la Unión Europea. La tendencia al desconcierto que produce la realidad regional puede acentuarse si se consideran, además, confrontaciones como las que han ocurrido en los últimos tiempos entre los gobiernos de Colombia y Venezuela o los datos sobre los gastos en armamentos (Priess, 2010, págs. 175-187).

Sin perjuicio de otras, por lo menos dos lecturas posibles sobre el fenómeno de integración latinoamericana merecen destacarse.

Una es la que privilegia lo que debería ser el fenómeno de integración entre un grupo de países que comparten un determinado espacio geográfico regional. Tiene un enfoque en el que predominan consideraciones normativas e incluso, idealistas.

Es una lectura que suele ser frecuente en los análisis de especialistas y protagonistas, tanto de dentro como de fuera de la región. En tales casos, a la realidad se la confronta con lo que ella debería ser, tomando distintos puntos de referencia. Ella tiende a aparecer entonces como muy deslucida, casi irritante.

Suele hacerse en una perspectiva basada en modelos teóricos, sea que ellos provengan, por ejemplo, de la teoría de las relaciones internacionales o de la del comercio internacional. O también suele hacerse sobre la base de una comparación, explícita o implícita, con experiencias de otros grupos de países –con mayor frecuencia, la de los países que desarrollaron la integración europea.

Otra aproximación que puede observarse es la que se coloca en la perspectiva de los que fueran definidos como objetivos formales del respectivo ámbito institucional de integración regional, sea por los instrumentos jurídicos fundacionales o por las interpretaciones que de ellos hicieran protagonistas políticos del momento. Y son, estas últimas, interpretaciones que suelen tener un fuerte contenido de “diplomacia mediática”, esto es, que implican la utilización de conceptos y la construcción de relatos orientados a tener un impacto positivo inmediato en la opinión pública interna de los respectivos países. El calificativo de “histórico” suele ser entonces muy empleado.

Es común que tal lectura conduzca a apreciar una distancia, incluso enorme, entre lo que se entendió o se dijo –especialmente por los conceptos empleados en textos y en declaraciones– que un determinado proceso de integración sería y lo que pasado un tiempo fueron en la realidad sus resultados.

En el caso latinoamericano, tal lectura conduce normalmente a una apreciación negativa e incluso a la desvalorización del fenómeno de la integración regional. La moda de desvalorizar acuerdos y procesos de integración se contrapone, entonces, a la de exagerar las expectativas sobre sus eventuales resultados, más propia de los protagonistas de los respectivos momentos fundacionales. En realidad, ambas modas se complementan.

La otra lectura que puede destacarse, por el contrario, tiende a privilegiar el análisis de los progresos alcanzados, aunque sean magros, no tanto en función de paradigmas teóricos, de otras experiencias, de los planteamientos normativos fundacionales o de las expectativas generadas por los protagonistas del momento, pero sí en términos de posibilidades concretas y de lo que hubiera sido eventualmente la situación imperante entre los respectivos países, en el caso de que la idea de integración no se hubiere traducido en compromisos y en algunos hechos y comportamientos. La capacidad y el potencial de un determinado proceso de integración para generar entre los países participantes una relativa confianza recíproca, reglas comunes, redes sociales y empresarias con intereses cruzados y símbolos comunes son algunos de los indicadores esenciales a tener en cuenta en tal lectura (Peña, 2010, pág. 440).

Los mencionados progresos, aunque sean magros, pueden ser medidos entonces en función de la neutralización que se hubiere logrado de fuerzas profundas que en las relaciones entre naciones contiguas, con un grado significativo de conectividad y de interdependencia, suelen conducir al predominio de la lógica del conflicto por sobre la de cooperación-integración. Cabe recordar al respecto que la historia larga del mundo nos señala que entre naciones que comparten un mismo espacio geográfico regional lo común ha sido el predominio de la lógica del conflicto, traducida en última instancia en el enfrentamiento armado, el combate, la guerra en sus múltiples y cambiantes modalidades.

En esta segunda lectura, entonces, el concepto de integración se vincula directamente con el de gobernabilidad de un espacio geográfico regional, medido por indicadores referidos al predominio de la paz y la estabilidad política.

Visto en tal perspectiva, lo que interesa observar son tendencias y hechos que señalizan una construcción consensual que desarrollan los países participantes, sobre lo que entienden que les conviene que sea el entorno regional en el que se insertan, especialmente en términos de instituciones y reglas de juego que permitan un ambiente de confianza recíproca y una relación de cooperación mutua, que se manifieste también en distintos sectores de las respectivas sociedades. Tal construcción gradual, basada en la percepción que los países del referido espacio tienen de sus respectivos intereses nacionales, suele ser a veces imperceptible en el corto plazo.

Como veremos luego, es una construcción que no responde necesariamente a modelos predefinidos –ni teóricos ni de otros espacios regionales–, ni tiene un punto final que pueda implicar la sustitución de las soberanías nacionales preexistentes por una nueva unidad autónoma de poder en el sistema internacional, ni puede alcanzar tan siquiera un punto de no retorno que torne irreversible el predominio de la lógica de integración.

En nuestra opinión, un análisis que procure ser realista de la integración latinoamericana tiene que responder a las que hemos señalado como características de la segunda lectura posible sobre el referido fenómeno. Para ello tiene que tomar en cuenta la experiencia acumulada en los últimos cincuenta años, durante los cuales los países de la región han procurado avanzar en el desarrollo e institucionalización de procesos voluntarios con distintas modalidades y grados de formalidad, pero que tienen como denominador común, precisamente, la idea estratégica del trabajo conjunto entre países de la región o de las diferentes subregiones que la componen.

En su esencia, la idea estratégica se refiere a la construcción de un espacio geográfico regional en el que predominen condiciones para la paz y la estabilidad política, la democracia y la cohesión social, la transformación productiva y la inserción competitiva en la economía mundial. La integración es percibida así como lo contrario a aquello que históricamente ha predominado entre naciones que comparten un determinado espacio geográfico regional, esto es, el conflicto que conduce eventualmente a distintas modalidades de enfrentamientos violentos.

Más que un ideal, entonces, la idea estratégica refleja una concreta necesidad de privilegiar, en la perspectiva de cada país, una relación pacífica y de cooperación con los países vecinos. De ahí el hecho de que tal idea adquiere más profundidad y se traduce en compromisos más concretos entre las naciones que se visualizan como compartiendo un mismo espacio geográfico regional. El factor proximidad física es, en tal sentido, fundamental. Compartirlo significa, en la práctica, reconocer una realidad de interdependencia –en distintos planos pero, en particular, en el político y económico– que resulta del grado de conectividad –no sólo física– existente entre las respectivas naciones. Interdependencia y conectividad que pueden dar lugar precisamente tanto a cooperación como al conflicto, y que puede generar percepciones de intereses comunes o contradictorios en las relaciones recíprocas como, en particular, en las relaciones con otras naciones.

En esa construcción se recurre a distintos elementos, expresados a través de múltiples instrumentos orientados a establecer en la práctica una distinción entre “nosotros” y “ellos”, sobre la base de un mínimo grado de confianza recíproca –que puede ser creciente en el tiempo– y que se traducen en preferencias comerciales compatibles con los compromisos asumidos en el ámbito más amplio del GATT y, hoy, de las reglas de la Organización Mundial del Comercio (OMC).

Pero si además un análisis realista aspira a ser positivo, y a contribuir a la gobernabilidad de un determinado espacio geográfico regional, debe procurar aportar algunas sugerencias sobre cómo seguir construyendo en el futuro procesos que permitan desarrollar la idea estratégica que implica el concepto de integración latinoamericana.

II. Una experiencia de cincuenta años

Ha transcurrido ya medio siglo desde el inicio de los intentos de institucionalizar ámbitos y procesos de integración económica en el espacio geográfico de América Latina.

Como idea estratégica, los precedentes de la integración regional se remontan al siglo XIX. Pero la etapa de concreciones comienza con la negociación del Tratado de Montevideo, que se firma hace cincuenta años, en febrero de 1960, por el que se crea la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC). Fue el inicio de un proceso que ha tenido desde entonces múltiples y variadas expresiones, muchas de ellas de alcance subregional. En su planteamiento inicial tenía un alcance subregional limitado al espacio conocido entonces como el “Cono Sur”, que abarcaba a los países del sur sudamericano y que estaba prioritariamente centrado en el triángulo conformado por Argentina, Brasil y Chile (que diera lugar a lo que se denominara el “ABC”).

La incorporación de México extendió esta iniciativa de integración comercial al espacio geográfico latinoamericano. Es posible considerar que tal ampliación, no prevista inicialmente, contribuyó, junto con la utilización de un instrumento tampoco concebido originalmente –el de una zona de libre comercio–, a la creciente distancia entre el proyecto plasmado en el Tratado de Montevideo y su posterior traducción a la realidad. Simultáneamente, los países centroamericanos retomaban su propio proceso de integración subregional, también con profundas raíces históricas.

Luego, la transformación de la ALALC en la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI) mediante el Tratado firmado también en Montevideo en 1980, implicó un cambio metodológico sustancial e inició una nueva etapa en el proceso de integración regional. Resultó de la constatación de que una zona de libre comercio, en el sentido definido por el artículo XXIV del GATT, entre un grupo heterogéneo de países –en aquel entonces menos conectados y más distantes que ahora– con fuertes asimetrías de dimensiones y grados de desarrollo, era inviable en la práctica, al menos tal como ella había sido definida en el citado instrumento legal multilateral. Similar constatación se efectuó, décadas después, con el fallido intento impulsado por Washington de institucionalizar un área hemisférica de libre comercio.

Esa transformación implicó aceptar que las diferencias existentes requerían aproximaciones parciales, con múltiples velocidades y geometrías variables. Significó entonces el reconocimiento de la realidad de distintas subregiones y sectores, con densidades de interdependencia e intereses que no necesariamente se extendían al resto de los países. Se invirtió así el enfoque original de la ALALC, según el cual los instrumentos regionales eran la regla y los sub-regionales y sectoriales, la excepción. Por el contrario, se hizo de lo parcial –grupo de países o sectores determinados– la regla principal, siendo lo regional el marco y, a la vez, un objetivo final no demasiado definido ni en su contenido ni en sus plazos. Debido a la Cláusula de Habilitación, un resultado de la Rueda Tokio concluida en 1979, tal enfoque se tornó conciliable con las reglas del GATT. Desde entonces, la ALADI ha tenido una importancia relevante para el desarrollo del comercio preferencial entre los países latinoamericanos, incluyendo los respectivos acuerdos subregionales y bilaterales, en una forma compatible con los compromisos asumidos en el actual ámbito multilateral global de la OMC.

Se abrió así el camino a profundas transformaciones en la estrategia de integración regional. Ellas maduraron en los años siguientes. En esta nueva etapa que se extiende hasta el presente, entre otros hechos relevantes, el original Grupo Andino –surgido en 1969 como un ámbito de diferenciación con el protagonismo central de la Argentina y el Brasil en la entonces ALALC– se convierte en la Comunidad Andina de Naciones (CAN); se inicia el proceso bilateral de integración entre la Argentina y el Brasil, con fuerte énfasis en determinados sectores, como por ejemplo el automotriz; se crea luego el Mercosur –que, sin embargo, preserva el espacio de relación estratégica preferencial entre la Argentina y Brasil–; se incorpora México al área de libre comercio de América del Norte, y se inicia el proceso de concreción de acuerdos comerciales preferenciales bilaterales entre países latinoamericanos con otros del resto del mundo, comenzando con los EE.UU. y la Unión Europea. Surge, además, un interesante precedente de conciliación entre la integración de un espacio geográfico regional y la vinculación con terceros países a través de acuerdos comerciales preferenciales. Tal precedente resulta del acuerdo de libre comercio entre los países centroamericanos y la República Dominicana con los EE.UU. (CAFTA-RD).

En el inicio y en la evolución de esas dos primeras etapas de la integración regional latinoamericana, tuvieron un impacto significativo los cambios que simultáneamente se operaban en el contexto global. Especialmente en las últimas dos décadas, el mundo post-Guerra Fría y su reflejo en una competencia económica más multipolar; el cambio de estrategia comercial global de los Estados Unidos con el impulso de su propia red de acuerdos preferenciales; la ampliación de lo que luego sería la Unión Europea y el desarrollo de su estrategia global; el creciente protagonismo de economías emergentes y re-emergentes –tal el caso de China–; la conclusión de la Rueda Uruguay, la creación de la OMC y luego el inicio y estancamiento de la Rueda Doha, y el desarrollo de redes de producción y cadenas de valor de alcance transnacional han sido, entre otros, factores que alteraron profundamente el entorno externo en el que se había desarrollado la integración latinoamericana y, en particular, la sudamericana.

A ello se suman las profundas transformaciones económicas y políticas que se operaron y siguen produciéndose –también con un alcance diferenciado– en la región y en cada uno de sus países. América del Sur, en particular, comenzó a presentar un cuadro de mayor densidad en las conexiones entre sus sistemas productivos, especialmente en el campo de la energía. Y muchos de sus países experimentaron muy notorias evoluciones en sus experiencias, tanto en el plano económico como en el político. El papel relevante que ha ido adquiriendo Brasil no es un dato menor en la diferenciación entre lo que era esta región hasta la década del 90 y lo que es en la actualidad. Es un espacio geográfico regional en el que además de asimetrías de dimensión, de grados de desarrollo y de poder económico, se han agregado en los últimos años las que por momentos son sonoras disonancias conceptuales. Incluso el concepto de integración ha dado lugar a veces a distintas interpretaciones entre países de la región.

En nuestra opinión, los casi cincuenta años que han transcurrido desde el inicio de los procesos formales de integración latinoamericana brindan una plataforma y una oportunidad para reflexionar sobre su futuro. Estimula a ello el nuevo contexto internacional que se está poniendo de manifiesto con la reciente crisis financiera crisis global y, en particular, con los notorios desplazamientos del poder relativo en el escenario internacional global.

III. ¿Qué lecciones pueden extraerse?

Tras algo más de cinco décadas de procesos de integración en América Latina, pueden destacarse algunas lecciones más significativas. Cuatro son fundamentales a tener en cuenta en una lectura realista y positiva del fenómeno de la integración regional. Ellas son:

  • No existe un modelo único sobre la metodología a emplear para institucionalizar un ámbito y un proceso de integración entre naciones que comparten un espacio geográfico regional. La experiencia indica –y no sólo la de América Latina, sino también la de otras regiones, incluyendo por cierto desde su momento fundacional el de la integración europea– que en cada caso concreto los países participantes combinan distintas técnicas de integración de sus mercados y distintos métodos de trabajo conjunto, incluyendo los empleados para la adopción de decisiones y para la producción normativa. Como se recordó antes, lo que sí existen para las Partes Contratantes del GATT, y hoy para los miembros de la OMC, son condicionamientos originados en los compromisos asumidos en el ámbito multilateral global, especialmente los del artículo XXIV del GATT o, para los países en desarrollo, los de la Cláusula de Habilitación y los del artículo V del GATS si es que se incluyen los servicios.

  • No son procesos lineales. Por el contrario, la realidad latinoamericana demuestra que los procesos voluntarios de integración entre naciones soberanas que comparten un espacio geográfico regional están expuestos a evoluciones que suelen ser graduales y, sobre todo, sinuosas. Se observan retrocesos y estancamientos prolongados, pero es difícil que se reconozca formalmente un fracaso, menos aún un fracaso final. Lo normal es que el respectivo proceso sufra transformaciones profundas, de hecho o formalmente, como ocurriera, por ejemplo, tanto con la vieja ALALC como con el Grupo Andino e incluso con la integración centroamericana. Muchas veces son las crisis las que originan saltos hacia adelante o las que impulsan una metamorfosis de los planteamientos y compromisos originales, que incluso suelen confundir a observadores propensos a lecturas basadas en modelos teóricos o en experiencias de otras regiones.

  • No tienen un producto final que pudiera ser, por ejemplo, la completa integración de los sistemas económicos y políticos de los diferentes países participantes. Pueden ser considerados entonces como procesos en continua construcción y que tampoco llegan a alcanzar un punto de no retorno que sea realmente irreversible. .. Son procesos plenos de contradicciones. En efecto, suelen presentar un cuadro por momentos confuso de tensión dialéctica entre hechos y comportamientos portadores de un futuro de conflicto y confrontación con los que, por el contrario, son expresiones de la lógica de la cooperación e integración. Es esta coexistencia en el tiempo y en el espacio de tendencias contradictorias lo que puede tornar difícil la decodificación de las relaciones entre países que comparten un espacio geográfico regional y la membresía en un proceso formal de integración.

Pueden extraerse otras lecciones de la experiencia acumulada. Una se refiere a la importancia de conciliar conducción política con solvencia técnica en el desarrollo de un proceso de integración. Ello implica una participación directa del más alto nivel político en el trazado y seguimiento de la respectiva estrategia y de sus hojas de ruta y, a la vez, una adecuada formulación técnica en cuanto a objetivos, instrumentos y métodos de trabajo. Dejar la construcción de un proceso de integración sólo a la conducción política y, peor aún, sólo a los niveles técnicos, puede ser una fórmula que incida en sus posteriores insuficiencias de eficacia, de efectividad y de legitimidad social.

Otra lección se refiere a la necesidad de adaptar en forma constante objetivos e instrumentos de un proceso de integración a las cambiantes realidades, y preservar a la vez un cierto grado de previsibilidad en torno a reglas de juego y disciplinas colectivas que se puedan cumplir.

Y la tercera se refiere a la importancia de que cada país tenga una estrategia nacional propia con respecto al respectivo proceso de integración. Este es un factor esencial. El que el camino a lo regional comience en una correcta definición del respectivo interés nacional es una constatación que deriva de la experiencia concreta de estos años. Los países con una idea más clara de sus intereses nacionales, gracias a la calidad institucional que incide en su definición, son los que quizás mejor han aprovechado los acuerdos de integración de la región. Es, además, una garantía contra la generación de una especie de romanticismo integracionista, según el cual lo que se suelen denominar hipotéticas racionalidades supranacionales constituirían la fuerza motora de un determinado proceso regional.

IV. ¿Una nueva etapa de la integración latinoamericana?

¿Se está iniciando ahora una nueva etapa de la integración regional en América Latina? Hay elementos para una respuesta afirmativa. Ella estaría siendo impulsada por varios factores.

Un primer factor es el surgimiento de una pluralidad de opciones en la inserción de cada país latinoamericano en los mercados del mundo y en el sistema internacional, resultante del número creciente de protagonistas relevantes en todas las regiones y del acortamiento de todo tipo de distancias. El segundo es que se entiende que tales opciones pueden ser aprovechadas simultáneamente, el desarrollo de estrategias de alianzas múltiples y cruzadas. Y el tercero es que es factible desarrollar, en la mayoría de las opciones abiertas, estrategias de ganancias mutuas en términos de comercio de bienes y de servicios, y de inversiones productivas e incorporación de progreso técnico, a condición de que el respectivo país tenga una idea clara de lo que necesita y puede lograr en el desarrollo de su estrategia de inserción internacional.

Pero quizás el factor principal que impulsa hacia nuevas modalidades de integración en el espacio regional latinoamericano, así como en sus múltiples espacios sub-regionales, es la creciente insatisfacción que se observa en varios de los países con los resultados obtenidos con los procesos actualmente en desarrollo. Ello es notorio en el caso de la CAN, pero también lo es en el caso del Mercosur.

Tal insatisfacción puede dar lugar al menos a dos escenarios. El primero es el de una cierta inercia integracionista. Implica continuar haciendo lo mismo que hasta ahora, es decir, no innovar demasiado. El riesgo es que el respectivo proceso de integración se torne irrelevante para determinados países. En tal caso, podría terminar predominando sólo una apariencia de algo que se mueve, pero que presentaría rasgos de creciente obsolescencia y una baja incidencia en las realidades. El segundo escenario es el de una especie de síndrome fundacional. Esto es, echar por la borda lo hasta ahora acumulado –y tanto en el Mercosur como en la CAN es mucho lo ya acumulado– tanto en términos de estrategia regional compartida como de relaciones económicas preferenciales y, una vez más, intentar comenzar de nuevo.

Hay, sin embargo, un tercer escenario imaginable. Probablemente sea el más conveniente y, en todo caso, es factible. Es el capitalizar las experiencias y los resultados acumulados, adaptando las estrategias, los objetivos y las metodologías de integración a las nuevas realidades de cada país, de la región y de sus sub-regiones, y del mundo. Tales adaptaciones parecen más necesarias en los acuerdos sub-regionales como el Mercosur y la CAN que en los marcos más amplios como la ALADI –cuya función en el plano del comercio regional mantiene toda su vigencia– y la UNASUR –que, sin embargo, todavía no ha pasado el test de su real eficacia.

¿Cuál es el capital acumulado a preservar, por ejemplo, en el caso del Mercosur? El primero se refiere a la valoración de un proceso de integración como factor esencial de la gobernabilidad, en términos del predominio de la paz y la estabilidad política, de un determinado espacio geográfico regional o sub-regional.

El segundo es el del stock de preferencias económicas y comerciales ya pactadas y que inciden hoy en los flujos de comercio e inversión. En el caso del Mercosur, tal stock explica muchas inversiones productivas realizadas en las últimas décadas, sea por empresas multinacionales originadas en terceros países o por las denominadas multi-latinas. Han permitido desarrollar un tejido de creciente densidad de cadenas productivas transfronterizas, especialmente en algunos sectores industriales, de los que el automotriz es quizás el ejemplo más notorio.

Y el tercero es del valor de determinadas “marcas” en la imagen internacional de un grupo de países. La “marca” Mercosur tuvo un momento de apogeo cuando la región fue sacudida en la segunda mitad de la década del 90 del siglo pasado, por los efectos de la crisis asiática. El hecho de que siga siendo un nombre distintivo de los documentos nacionales de identidad, incluyendo los pasaportes, de los ciudadanos de los países que son miembros plenos del Mercosur, no es, en tal sentido, un dato a subestimar.

¿Cuáles son las adaptaciones en las estrategias, los objetivos y métodos de un proceso de integración como el del Mercosur que pueden resultar del nuevo escenario internacional y, en especial, de su más probable evolución futura?

La primera se refiere a la profundización de metodologías flexibles, que combinen geometrías variables, múltiples velocidades y aproximaciones sectoriales. Como ya se ha señalado, no siempre se ajustarán a modelos de otras regiones ni a lo que suelen indicar los libros de texto. Sin embargo, ellas pueden funcionar y ser compatibles con la normativa del sistema jurídico GATT-OMC.

La segunda se refiere a las instituciones y a las reglas de juego. Para orquestar intereses nacionales bien definidos entre países diversos en sus dimensiones y grados de desarrollo, parece fundamental poner el acento en la capacidad de formulación de visiones e intereses comunes que puedan aportar órganos con un grado de independencia, al menos técnica, con respecto a los respectivos gobiernos. No necesariamente deben responder al modelo de instituciones supranacionales originado en la experiencia europea ni tienen que ser complejos o costosos. Al respecto, las funciones del Director General de la OMC pueden representar un precedente más adecuado a las sensibilidades nacionales.

Y la tercera se relaciona con la importancia que tiene el que en cada país exista un grupo mínimo de empresas con intereses ofensivos en relación con los mercados de la respectiva región o sub-región, y ello implica una aptitud para trazar estrategias empresarias de internacionalización, incluso a escala global. Esta es una condición necesaria para avanzar en forma relativamente equilibrada en procura del objetivo, siempre valorado, de la integración productiva.

Difícil es aún visualizar si el escenario de adaptación se producirá o no en el futuro próximo del Mercosur y en otros procesos de integración latinoamericana, que han sufrido en los últimos años un desgaste en su efectividad, eficacia y legitimidad social. Pero el derrotero de estos cincuenta años, con sus avances y frustraciones, permite anticipar que la integración regional continuará siendo valorada por los respectivos países y por sus opiniones públicas. Al menos parece haber cierto consenso en que los costos de la no-integración pueden ser elevados. Y ello inclina el pronóstico a predecir que continuará produciéndose un avance sinuoso, con avances y retrocesos, heterodoxo pero persistente, hacia un mayor grado de integración en todos los planos –no sólo en el económico– entre los países de la región y de sus distintas sub-regiones. Es posible incluso imaginar al respecto una mayor aproximación a lo que ha sido en los últimos años la experiencia asiática y, eventualmente, hacia dónde podría evolucionar la integración europea tras la reciente crisis del euro. Esto es, una integración impulsada desde abajo por el efecto de crecientes redes sociales y empresarias, que pongan de manifiesto un cada vez más denso tejido de intereses cruzados, facilitado por la suma de factores originados, entre otros, en una mayor conectividad física, en la integración de cadenas productivas y en la percepción de comunes desafíos externos.

V. El caso del Mercosur: algunas de sus insuficiencias

Una palabra final sobre insuficiencias que se observan en el Mercosur y que a veces impulsan insatisfacciones y cuestionamientos. Sin perjuicio de otras insuficiencias, por su relevancia mencionaremos esta vez la cuestión de la calidad institucional y jurídica. Puede sostenerse al respecto que, en los hechos, la precariedad de sus reglas de juego es uno de los factores –por cierto, no el único– que contribuye a un lento pero persistente proceso de deterioro de su imagen, credibilidad e incluso legitimidad social.

Se observa, en tal sentido, un fenómeno que ha caracterizado los procesos de integración regional desde que en los años cincuenta ellos fueran impulsados formalmente. Tanto en la trayectoria de la ALALC como luego en la de la ALADI, se puso en evidencia una marcada tendencia a considerar que las reglas se cumplían en la medida de lo posible. Y lo posible era muchas veces apreciado por cada país miembro en función de sus frecuentes emergencias económicas. Lo común era entonces observar que los incumplimientos se compensaban con otros incumplimientos. En nombre del pragmatismo se terminó generando en ciudadanos, inversores y terceros países la imagen de una integración económica “de utilería”, esto es, que por la precariedad de sus reglas tenía enormes dificultades para penetrar en la realidad y quedaba limitada en muchos casos al predominio de las apariencias por sobre lo sustancial.

Con la creación del Mercosur por el Tratado de Asunción (marzo de 1991) se entendió que tal precariedad sería superada al menos con respecto a su principal regla exigible, que es la contenida en su artículo 5º y que fue desarrollada en el artículo 1º de su Anexo I. Establece, en forma explícita, la eliminación completa de aranceles y recargos de efectos equivalentes que inciden en el comercio exterior, tanto para las importaciones como para las exportaciones. También elimina las restricciones impuestas “por decisión unilateral” de un Estado Parte. Si bien el plazo original para ello era el 31 de diciembre de 1994, las circunstancias condujeron a su prolongación hasta finales de 1999. Luego, la Decisión CMC 22/00 abrió espacio para una suerte de “filibusterismo” en la aplicación de distintos tipos de restricciones no arancelarias unilaterales, que ya se había observado antes en el período de la ALALC como también en el de la ALADI.

Sin perjuicio de otros casos que se han ido manifestando a través de los años, la cuestión se actualiza cuando los socios, especialmente la Argentina y Brasil, se reclaman mutuamente por la aplicación de licencias no automáticas en su comercio bilateral. Ha ocurrido ello con alguna frecuencia, incluso en tiempos recientes. Se ha invocado que son consistentes con la normativa respectiva de la OMC, lo que en principio es correcto, si bien puede discutirse si en su aplicación práctica también tal consistencia ha sido sólida, tanto de un lado como del otro. En el caso de Brasil, la medida se ha explicado como resultante de las aplicadas por la Argentina. Pero lo cierto es que ellas han podido aplicarse debido a que su normativa interna así lo permite, al no excluir los productos provenientes del área del Mercosur de las posibles licencias no automáticas. En todo caso, no se suele mencionar –al menos en los pronunciamientos públicos– que tales licencias constituyen restricciones no autorizadas por las reglas vigentes en el Mercosur. Siendo así, al aplicarse licencias no automáticas –más allá de las razones comerciales que se invoquen para su aplicación– se está contribuyendo a un cuadro de situación de marcado debilitamiento de las reglas que rigen en el comercio intra-Mercosur.

En efecto, la compensación de los incumplimientos por parte de los socios de aquello comprometido formalmente reafirma una cultura de precariedad jurídica que erosiona un activo fundamental que se pretendió lograr con la creación del Mercosur, que es precisamente el de asegurar a los países miembros contra comportamientos unilaterales que implican, en la práctica, el proteccionismo de sus respectivos mercados. Tal seguro contra el proteccionismo unilateral tiene como finalidad, tal cual es sabido, evitar el impacto económico negativo que, en particular en relación con las decisiones de inversión productiva, genera la incertidumbre en el acceso a los respectivos mercados.

Concretamente, las consecuencias económicas de un predominio de la precariedad en las reglas de juego se manifiestan en un debilitamiento de las ventajas originadas en las decisiones de invertir en cualquier país miembro en función del mercado ampliado. Como se observa en otras regiones en las que coexisten países con asimetrías de dimensiones económicas y desarrollos relativos, es un debilitamiento que en la práctica suele beneficiar al país con un mercado propio más grande.

El hecho más preocupante es el que la interpretación sobre cuáles son las reglas que se cumplen o no queda entonces librado a apreciaciones unilaterales de cada país miembro. Se corre el riesgo así de afectar seriamente un pilar fundamental en la arquitectura jurídica del Mercosur. Es el del artículo 2º, que establece explícitamente que “el Mercado Común estará fundado en la reciprocidad de derechos y obligaciones entre los Estados Partes”. Si cada país miembro puede unilateralmente decidir cuáles son las obligaciones que debe cumplir y cuáles no, resulta sumamente difícil apreciar si el principio de reciprocidad ha sido respetado. En efecto, puede darse una situación en que un país miembro seleccione no cumplir con las obligaciones que no le convienen, en tanto que los otros sí estuvieran cumpliendo con ellas, o no pudieran dejar de cumplirlas por las características de su respectivo ordenamiento jurídico interno.

Aquí reside quizás la grieta principal que estaría afectando la solidez del edificio del Mercosur y que podría incidir en un gradual aunque imperceptible deterioro de la confianza recíproca, principal sustento de la calidad de las relaciones políticas entre los socios. Si las reglas que implican derechos y obligaciones pueden ser cumplidas o no a voluntad discrecional de un país miembro, ¿cómo se garantiza a los otros socios que el balance de intereses nacionales que condujo a la aprobación del propio Tratado, así como de sus normas derivadas, no resulte afectado incluso en forma seria?

No es una cuestión banal si se considera, por lo demás, que otros factores económicos, e incluso políticos, pueden incentivar fuerzas centrífugas en el proceso de integración que se supone que ha institucionalizado el Mercosur. Ellas son notorias con respecto a las crecientes presiones que se observan en el sentido de entablar negociaciones bilaterales y preferenciales con terceros países. Uruguay lo planteó en su momento, y más recientemente, tal tendencia se manifiesta con intensidad en distintos sectores de Brasil. La ha planteado en reiteradas oportunidades José Serra, candidato a las elecciones presidenciales de este año. Hasta el momento tal posibilidad está excluida, al menos para las negociaciones comerciales preferenciales de un país miembro con un tercer país o grupo de países, por la Decisión CMC 32/00 del Consejo del Mercosur. Para modificarla se requeriría el consenso de todos los países miembros.

Se ha planteado como solución posible a los múltiples problemas que se confrontan el transformar el Mercosur en una zona de libre comercio, en lugar de la actual unión aduanera. Sin embargo, cabe tener en cuenta que tal solución sólo sería factible con una modificación del Tratado de Asunción, ya que en su artículo 5º se prevé explícitamente la vigencia de un arancel externo común, elemento constitutivo de una unión aduanera. El Protocolo de Ouro Preto, por lo demás, menciona también en forma explícita “la puesta en funcionamiento de la unión aduanera como etapa para la construcción del mercado común”. Resulta fácil prever que una negociación para modificar el Tratado de Asunción en un aspecto constitutivo tan fundamental tendría notorias connotaciones tanto técnicas como políticas. En la práctica, podría implicar renegociar todo de nuevo, lo que podría afectar incluso el actual stock de preferencias comerciales que, a pesar del deterioro del Mercosur, continúa teniendo valor significativo para muchas empresas en los cuatro países miembros.

Tres innovaciones en las reglas de juego, sin embargo, serían menos costosas de lograr y permitirían adaptar los instrumentos del Mercosur a las nuevas realidades internacionales y de sus países miembros. Permitirían introducir, como antes se sugirió, elementos de geometría variable y múltiples velocidades en su funcionamiento. Una sería la reglamentación de las restricciones compatibles con el funcionamiento adecuado de la unión aduanera. No serían entonces “restricciones unilaterales” –como las que se aplican en la actualidad y a las que se refiere el mencionado artículo 1º del Anexo I del Tratado de Asunción–, ya que serían adoptadas en las condiciones establecidas por una normativa común, que podría estar inspirada en la de la OMC en relación con las licencias automáticas y no automáticas. Una segunda innovación sería modificar la Decisión CMC 32/00, previendo la posibilidad de negociaciones comerciales preferenciales bilaterales con terceros países, al menos en los casos de Paraguay y Uruguay, y en las condiciones que establezca la nueva normativa común. El precedente de las negociaciones comerciales con México, e incluso con los países de la CAN, podría ser evaluado y eventualmente tomado en cuenta. Sin embargo, es un paso que requeriría garantías suficientes sobre que no implicaría reducir a nada las respectivas preferencias comerciales otorgadas entre los socios. Y la tercera sería establecer un régimen de válvulas de escape del Mercosur, que también en condiciones especiales permita retirar temporalmente productos del libre comercio irrestricto. Ni en la actual estructura jurídica del Mercosur ni en la de la OMC (artículo XXIV del GATT-1994) existirían impedimentos sólidos a tal régimen.

En el caso del Mercosur, para apreciar la importancia de innovaciones como las apuntadas es preciso recordar que su construcción está asentada sobre la solidez dos pilares fundamentales. Uno, centrado en lo político, es el de la calidad de la alianza estratégica entre la Argentina y Brasil, basada en la confianza recíproca que empezó a desarrollarse cuando al promediar la pasada década del 80 se revirtió un cuadro de situación caracterizado por el predominio de la lógica del conflicto, con claras implicancias en términos del desarrollo nuclear de ambos países. El otro, centrado en lo económico, es el de las preferencias comerciales compatibles con los compromisos multilaterales globales de ambos países en el marco de la actual OMC y orientadas a facilitar un proceso conjunto de transformación productiva y a la inserción competitiva en los mercados mundiales. Ambos pilares se complementan y sería difícil que uno se debilitara o desapareciera sin que el otro quedara sustancialmente afectado.

De allí que las lecturas sobre el Mercosur requieran ser, a la vez, realistas en el sentido de privilegiar lo acumulado como experiencias y activos, y positivas en el sentido de señalizar cursos de acción posibles para superar las insuficiencias que se observen.



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Félix Peña es Director del Instituto de Comercio Internacional de la Fundación ICBC; Director de la Maestría en Relaciones Comerciales Internacionales de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF); Miembro del Comité Ejecutivo del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI). Miembro del Brains Trust del Evian Group. Ampliar trayectoria.

http://www.felixpena.com.ar | info@felixpena.com.ar


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