I. Un fenómeno que se presta a distintas lecturas
Los profundos cambios que se están produciendo tanto en la realidad
internacional como en la regional, y una cierta insatisfacción
sobre los progresos alcanzados especialmente tomando en cuenta las expectativas
generadas, explican que se esté profundizando un necesario debate
sobre la integración latinoamericana y sobre su futuro (Casanueva,
2010, págs. 33-36; Leiva, 2010, págs. 17-31; Peña,
2010, págs. 425-450; Peña, 2010, págs. 23-43; Priess,
2010, págs. 175-187; Sanahuja, 2010, págs. 451-523; Sanahuja,
2010, págs. 87-134; Simonit, 2010, págs. 45-86).
Es un debate muy condicionado por la lectura que los respectivos analistas
y protagonistas efectúan sobre lo que ha ocurrido en los últimos
cincuenta años y sobre lo que está ocurriendo en la actualidad.
Ello se debe al hecho que el de la integración regional en América
Latina y también en cada una de sus diferentes subregiones,
tanto en su dimensión política como en la comercial y económica,
es un fenómeno que se presta a distintas lecturas que pueden ser,
incluso, muy contrapuestas. Son, en todo caso, lecturas complejas por
la proliferación de ámbitos institucionales con funciones
y competencias que, al menos en su apariencia, aparecen como superpuestas.
Para algunos observadores, especialmente ajenos a la región, tal
es la impresión que suele producir, por ejemplo, la coexistencia
de la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR) con el Mercado Común
del Sur (Mercosur) y en cierta medida también con la Comunidad
Andina de Naciones (CAN), ambos en el espacio geográfico
sudamericano.
El cuadro aparece aún como más complejo y heterogéneo
si se consideran los ámbitos institucionales existentes o
en estado de proyecto en el más amplio espacio geográfico
latinoamericano. A veces resulta difícil precisar sus alcances,
funciones y competencias reales. Son varios los casos a considerar y tienen
diferentes grados de formalización y en algunos casos sus competencias
están centradas en cuestiones de comercio y económicas.
Ellos son: la Asociación Latinoamericana de Integración
(ALADI), el Sistema Económico Latinoamericano (SELA), el Grupo
Río, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América
(ALBA) y, más recientemente, de la propuesta Comunidad de América
Latina y el Caribe.
Vistos en su conjunto, tales ámbitos pueden generar la idea de
un mosaico poco inteligible, por ejemplo, en la perspectiva aparentemente
más ordenada de la integración europea, al menos apreciada
ella en la perspectiva de su reciente etapa de las últimas dos
décadas, antes de la actual crisis financiera global y de su fuerte
impacto en algunos de los países miembros de la Unión Europea.
La tendencia al desconcierto que produce la realidad regional puede acentuarse
si se consideran, además, confrontaciones como las que han ocurrido
en los últimos tiempos entre los gobiernos de Colombia y Venezuela
o los datos sobre los gastos en armamentos (Priess, 2010, págs.
175-187).
Sin perjuicio de otras, por lo menos dos lecturas posibles sobre el fenómeno
de integración latinoamericana merecen destacarse.
Una es la que privilegia lo que debería ser el fenómeno
de integración entre un grupo de países que comparten un
determinado espacio geográfico regional. Tiene un enfoque en el
que predominan consideraciones normativas e incluso, idealistas.
Es una lectura que suele ser frecuente en los análisis de especialistas
y protagonistas, tanto de dentro como de fuera de la región. En
tales casos, a la realidad se la confronta con lo que ella debería
ser, tomando distintos puntos de referencia. Ella tiende a aparecer entonces
como muy deslucida, casi irritante.
Suele hacerse en una perspectiva basada en modelos teóricos, sea
que ellos provengan, por ejemplo, de la teoría de las relaciones
internacionales o de la del comercio internacional. O también suele
hacerse sobre la base de una comparación, explícita o implícita,
con experiencias de otros grupos de países con mayor frecuencia,
la de los países que desarrollaron la integración europea.
Otra aproximación que puede observarse es la que se coloca en
la perspectiva de los que fueran definidos como objetivos formales del
respectivo ámbito institucional de integración regional,
sea por los instrumentos jurídicos fundacionales o por las interpretaciones
que de ellos hicieran protagonistas políticos del momento. Y son,
estas últimas, interpretaciones que suelen tener un fuerte contenido
de diplomacia mediática, esto es, que implican la utilización
de conceptos y la construcción de relatos orientados a tener un
impacto positivo inmediato en la opinión pública interna
de los respectivos países. El calificativo de histórico
suele ser entonces muy empleado.
Es común que tal lectura conduzca a apreciar una distancia, incluso
enorme, entre lo que se entendió o se dijo especialmente
por los conceptos empleados en textos y en declaraciones que un
determinado proceso de integración sería y lo que pasado
un tiempo fueron en la realidad sus resultados.
En el caso latinoamericano, tal lectura conduce normalmente a una apreciación
negativa e incluso a la desvalorización del fenómeno de
la integración regional. La moda de desvalorizar acuerdos y procesos
de integración se contrapone, entonces, a la de exagerar las expectativas
sobre sus eventuales resultados, más propia de los protagonistas
de los respectivos momentos fundacionales. En realidad, ambas modas se
complementan.
La otra lectura que puede destacarse, por el contrario, tiende a privilegiar
el análisis de los progresos alcanzados, aunque sean magros, no
tanto en función de paradigmas teóricos, de otras experiencias,
de los planteamientos normativos fundacionales o de las expectativas generadas
por los protagonistas del momento, pero sí en términos de
posibilidades concretas y de lo que hubiera sido eventualmente la situación
imperante entre los respectivos países, en el caso de que la idea
de integración no se hubiere traducido en compromisos y en algunos
hechos y comportamientos. La capacidad y el potencial de un determinado
proceso de integración para generar entre los países participantes
una relativa confianza recíproca, reglas comunes, redes sociales
y empresarias con intereses cruzados y símbolos comunes son algunos
de los indicadores esenciales a tener en cuenta en tal lectura (Peña,
2010, pág. 440).
Los mencionados progresos, aunque sean magros, pueden ser medidos entonces
en función de la neutralización que se hubiere logrado de
fuerzas profundas que en las relaciones entre naciones contiguas, con
un grado significativo de conectividad y de interdependencia, suelen conducir
al predominio de la lógica del conflicto por sobre la de cooperación-integración.
Cabe recordar al respecto que la historia larga del mundo nos señala
que entre naciones que comparten un mismo espacio geográfico regional
lo común ha sido el predominio de la lógica del conflicto,
traducida en última instancia en el enfrentamiento armado, el combate,
la guerra en sus múltiples y cambiantes modalidades.
En esta segunda lectura, entonces, el concepto de integración
se vincula directamente con el de gobernabilidad de un espacio geográfico
regional, medido por indicadores referidos al predominio de la paz y la
estabilidad política.
Visto en tal perspectiva, lo que interesa observar son tendencias y hechos
que señalizan una construcción consensual que desarrollan
los países participantes, sobre lo que entienden que les conviene
que sea el entorno regional en el que se insertan, especialmente en términos
de instituciones y reglas de juego que permitan un ambiente de confianza
recíproca y una relación de cooperación mutua, que
se manifieste también en distintos sectores de las respectivas
sociedades. Tal construcción gradual, basada en la percepción
que los países del referido espacio tienen de sus respectivos intereses
nacionales, suele ser a veces imperceptible en el corto plazo.
Como veremos luego, es una construcción que no responde necesariamente
a modelos predefinidos ni teóricos ni de otros espacios regionales,
ni tiene un punto final que pueda implicar la sustitución de las
soberanías nacionales preexistentes por una nueva unidad autónoma
de poder en el sistema internacional, ni puede alcanzar tan siquiera un
punto de no retorno que torne irreversible el predominio de la lógica
de integración.
En nuestra opinión, un análisis que procure ser realista
de la integración latinoamericana tiene que responder a las que
hemos señalado como características de la segunda lectura
posible sobre el referido fenómeno. Para ello tiene que tomar en
cuenta la experiencia acumulada en los últimos cincuenta años,
durante los cuales los países de la región han procurado
avanzar en el desarrollo e institucionalización de procesos voluntarios
con distintas modalidades y grados de formalidad, pero que tienen como
denominador común, precisamente, la idea estratégica del
trabajo conjunto entre países de la región o de las diferentes
subregiones que la componen.
En su esencia, la idea estratégica se refiere a la construcción
de un espacio geográfico regional en el que predominen condiciones
para la paz y la estabilidad política, la democracia y la cohesión
social, la transformación productiva y la inserción competitiva
en la economía mundial. La integración es percibida así
como lo contrario a aquello que históricamente ha predominado entre
naciones que comparten un determinado espacio geográfico regional,
esto es, el conflicto que conduce eventualmente a distintas modalidades
de enfrentamientos violentos.
Más que un ideal, entonces, la idea estratégica refleja
una concreta necesidad de privilegiar, en la perspectiva de cada país,
una relación pacífica y de cooperación con los países
vecinos. De ahí el hecho de que tal idea adquiere más profundidad
y se traduce en compromisos más concretos entre las naciones que
se visualizan como compartiendo un mismo espacio geográfico regional.
El factor proximidad física es, en tal sentido, fundamental. Compartirlo
significa, en la práctica, reconocer una realidad de interdependencia
en distintos planos pero, en particular, en el político y
económico que resulta del grado de conectividad no
sólo física existente entre las respectivas naciones.
Interdependencia y conectividad que pueden dar lugar precisamente tanto
a cooperación como al conflicto, y que puede generar percepciones
de intereses comunes o contradictorios en las relaciones recíprocas
como, en particular, en las relaciones con otras naciones.
En esa construcción se recurre a distintos elementos, expresados
a través de múltiples instrumentos orientados a establecer
en la práctica una distinción entre nosotros
y ellos, sobre la base de un mínimo grado de confianza
recíproca que puede ser creciente en el tiempo y que
se traducen en preferencias comerciales compatibles con los compromisos
asumidos en el ámbito más amplio del GATT y, hoy, de las
reglas de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Pero si además un análisis realista aspira a ser positivo,
y a contribuir a la gobernabilidad de un determinado espacio geográfico
regional, debe procurar aportar algunas sugerencias sobre cómo
seguir construyendo en el futuro procesos que permitan desarrollar la
idea estratégica que implica el concepto de integración
latinoamericana.
II. Una experiencia de cincuenta años
Ha transcurrido ya medio siglo desde el inicio de los intentos de institucionalizar
ámbitos y procesos de integración económica en el
espacio geográfico de América Latina.
Como idea estratégica, los precedentes de la integración
regional se remontan al siglo XIX. Pero la etapa de concreciones comienza
con la negociación del Tratado de Montevideo, que se firma hace
cincuenta años, en febrero de 1960, por el que se crea la Asociación
Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC). Fue el inicio de un proceso
que ha tenido desde entonces múltiples y variadas expresiones,
muchas de ellas de alcance subregional. En su planteamiento inicial tenía
un alcance subregional limitado al espacio conocido entonces como el Cono
Sur, que abarcaba a los países del sur sudamericano y que
estaba prioritariamente centrado en el triángulo conformado por
Argentina, Brasil y Chile (que diera lugar a lo que se denominara el ABC).
La incorporación de México extendió esta iniciativa
de integración comercial al espacio geográfico latinoamericano.
Es posible considerar que tal ampliación, no prevista inicialmente,
contribuyó, junto con la utilización de un instrumento tampoco
concebido originalmente el de una zona de libre comercio,
a la creciente distancia entre el proyecto plasmado en el Tratado de Montevideo
y su posterior traducción a la realidad. Simultáneamente,
los países centroamericanos retomaban su propio proceso de integración
subregional, también con profundas raíces históricas.
Luego, la transformación de la ALALC en la Asociación Latinoamericana
de Integración (ALADI) mediante el Tratado firmado también
en Montevideo en 1980, implicó un cambio metodológico sustancial
e inició una nueva etapa en el proceso de integración regional.
Resultó de la constatación de que una zona de libre comercio,
en el sentido definido por el artículo XXIV del GATT, entre un
grupo heterogéneo de países en aquel entonces menos
conectados y más distantes que ahora con fuertes asimetrías
de dimensiones y grados de desarrollo, era inviable en la práctica,
al menos tal como ella había sido definida en el citado instrumento
legal multilateral. Similar constatación se efectuó, décadas
después, con el fallido intento impulsado por Washington de institucionalizar
un área hemisférica de libre comercio.
Esa transformación implicó aceptar que las diferencias
existentes requerían aproximaciones parciales, con múltiples
velocidades y geometrías variables. Significó entonces el
reconocimiento de la realidad de distintas subregiones y sectores, con
densidades de interdependencia e intereses que no necesariamente se extendían
al resto de los países. Se invirtió así el enfoque
original de la ALALC, según el cual los instrumentos regionales
eran la regla y los sub-regionales y sectoriales, la excepción.
Por el contrario, se hizo de lo parcial grupo de países o
sectores determinados la regla principal, siendo lo regional el
marco y, a la vez, un objetivo final no demasiado definido ni en su contenido
ni en sus plazos. Debido a la Cláusula de Habilitación,
un resultado de la Rueda Tokio concluida en 1979, tal enfoque se tornó
conciliable con las reglas del GATT. Desde entonces, la ALADI ha tenido
una importancia relevante para el desarrollo del comercio preferencial
entre los países latinoamericanos, incluyendo los respectivos acuerdos
subregionales y bilaterales, en una forma compatible con los compromisos
asumidos en el actual ámbito multilateral global de la OMC.
Se abrió así el camino a profundas transformaciones en
la estrategia de integración regional. Ellas maduraron en los años
siguientes. En esta nueva etapa que se extiende hasta el presente, entre
otros hechos relevantes, el original Grupo Andino surgido en 1969
como un ámbito de diferenciación con el protagonismo central
de la Argentina y el Brasil en la entonces ALALC se convierte en
la Comunidad Andina de Naciones (CAN); se inicia el proceso bilateral
de integración entre la Argentina y el Brasil, con fuerte énfasis
en determinados sectores, como por ejemplo el automotriz; se crea luego
el Mercosur que, sin embargo, preserva el espacio de relación
estratégica preferencial entre la Argentina y Brasil; se
incorpora México al área de libre comercio de América
del Norte, y se inicia el proceso de concreción de acuerdos comerciales
preferenciales bilaterales entre países latinoamericanos con otros
del resto del mundo, comenzando con los EE.UU. y la Unión Europea.
Surge, además, un interesante precedente de conciliación
entre la integración de un espacio geográfico regional y
la vinculación con terceros países a través de acuerdos
comerciales preferenciales. Tal precedente resulta del acuerdo de libre
comercio entre los países centroamericanos y la República
Dominicana con los EE.UU. (CAFTA-RD).
En el inicio y en la evolución de esas dos primeras etapas de
la integración regional latinoamericana, tuvieron un impacto significativo
los cambios que simultáneamente se operaban en el contexto global.
Especialmente en las últimas dos décadas, el mundo post-Guerra
Fría y su reflejo en una competencia económica más
multipolar; el cambio de estrategia comercial global de los Estados Unidos
con el impulso de su propia red de acuerdos preferenciales; la ampliación
de lo que luego sería la Unión Europea y el desarrollo de
su estrategia global; el creciente protagonismo de economías emergentes
y re-emergentes tal el caso de China; la conclusión
de la Rueda Uruguay, la creación de la OMC y luego el inicio y
estancamiento de la Rueda Doha, y el desarrollo de redes de producción
y cadenas de valor de alcance transnacional han sido, entre otros, factores
que alteraron profundamente el entorno externo en el que se había
desarrollado la integración latinoamericana y, en particular, la
sudamericana.
A ello se suman las profundas transformaciones económicas y políticas
que se operaron y siguen produciéndose también con
un alcance diferenciado en la región y en cada uno de sus
países. América del Sur, en particular, comenzó a
presentar un cuadro de mayor densidad en las conexiones entre sus sistemas
productivos, especialmente en el campo de la energía. Y muchos
de sus países experimentaron muy notorias evoluciones en sus experiencias,
tanto en el plano económico como en el político. El papel
relevante que ha ido adquiriendo Brasil no es un dato menor en la diferenciación
entre lo que era esta región hasta la década del 90 y lo
que es en la actualidad. Es un espacio geográfico regional en el
que además de asimetrías de dimensión, de grados
de desarrollo y de poder económico, se han agregado en los últimos
años las que por momentos son sonoras disonancias conceptuales.
Incluso el concepto de integración ha dado lugar a veces a distintas
interpretaciones entre países de la región.
En nuestra opinión, los casi cincuenta años que han transcurrido
desde el inicio de los procesos formales de integración latinoamericana
brindan una plataforma y una oportunidad para reflexionar sobre su futuro.
Estimula a ello el nuevo contexto internacional que se está poniendo
de manifiesto con la reciente crisis financiera crisis global y, en particular,
con los notorios desplazamientos del poder relativo en el escenario internacional
global.
III. ¿Qué lecciones pueden extraerse?
Tras algo más de cinco décadas de procesos de integración
en América Latina, pueden destacarse algunas lecciones más
significativas. Cuatro son fundamentales a tener en cuenta en una lectura
realista y positiva del fenómeno de la integración regional.
Ellas son:
- No existe un modelo único sobre la metodología a emplear
para institucionalizar un ámbito y un proceso de integración
entre naciones que comparten un espacio geográfico regional.
La experiencia indica y no sólo la de América Latina,
sino también la de otras regiones, incluyendo por cierto desde
su momento fundacional el de la integración europea que
en cada caso concreto los países participantes combinan distintas
técnicas de integración de sus mercados y distintos métodos
de trabajo conjunto, incluyendo los empleados para la adopción
de decisiones y para la producción normativa. Como se recordó
antes, lo que sí existen para las Partes Contratantes del GATT,
y hoy para los miembros de la OMC, son condicionamientos originados
en los compromisos asumidos en el ámbito multilateral global,
especialmente los del artículo XXIV del GATT o, para los países
en desarrollo, los de la Cláusula de Habilitación y los
del artículo V del GATS si es que se incluyen los servicios.
- No son procesos lineales. Por el contrario, la realidad latinoamericana
demuestra que los procesos voluntarios de integración entre naciones
soberanas que comparten un espacio geográfico regional están
expuestos a evoluciones que suelen ser graduales y, sobre todo, sinuosas.
Se observan retrocesos y estancamientos prolongados, pero es difícil
que se reconozca formalmente un fracaso, menos aún un fracaso
final. Lo normal es que el respectivo proceso sufra transformaciones
profundas, de hecho o formalmente, como ocurriera, por ejemplo, tanto
con la vieja ALALC como con el Grupo Andino e incluso con la integración
centroamericana. Muchas veces son las crisis las que originan saltos
hacia adelante o las que impulsan una metamorfosis de los planteamientos
y compromisos originales, que incluso suelen confundir a observadores
propensos a lecturas basadas en modelos teóricos o en experiencias
de otras regiones.
- No tienen un producto final que pudiera ser, por ejemplo, la completa
integración de los sistemas económicos y políticos
de los diferentes países participantes. Pueden ser considerados
entonces como procesos en continua construcción y que tampoco
llegan a alcanzar un punto de no retorno que sea realmente irreversible.
.. Son procesos plenos de contradicciones. En efecto, suelen presentar
un cuadro por momentos confuso de tensión dialéctica entre
hechos y comportamientos portadores de un futuro de conflicto y confrontación
con los que, por el contrario, son expresiones de la lógica de
la cooperación e integración. Es esta coexistencia en
el tiempo y en el espacio de tendencias contradictorias lo que puede
tornar difícil la decodificación de las relaciones entre
países que comparten un espacio geográfico regional y
la membresía en un proceso formal de integración.
Pueden extraerse otras lecciones de la experiencia acumulada. Una se
refiere a la importancia de conciliar conducción política
con solvencia técnica en el desarrollo de un proceso de integración.
Ello implica una participación directa del más alto nivel
político en el trazado y seguimiento de la respectiva estrategia
y de sus hojas de ruta y, a la vez, una adecuada formulación técnica
en cuanto a objetivos, instrumentos y métodos de trabajo. Dejar
la construcción de un proceso de integración sólo
a la conducción política y, peor aún, sólo
a los niveles técnicos, puede ser una fórmula que incida
en sus posteriores insuficiencias de eficacia, de efectividad y de legitimidad
social.
Otra lección se refiere a la necesidad de adaptar en forma constante
objetivos e instrumentos de un proceso de integración a las cambiantes
realidades, y preservar a la vez un cierto grado de previsibilidad en
torno a reglas de juego y disciplinas colectivas que se puedan cumplir.
Y la tercera se refiere a la importancia de que cada país tenga
una estrategia nacional propia con respecto al respectivo proceso de integración.
Este es un factor esencial. El que el camino a lo regional comience en
una correcta definición del respectivo interés nacional
es una constatación que deriva de la experiencia concreta de estos
años. Los países con una idea más clara de sus intereses
nacionales, gracias a la calidad institucional que incide en su definición,
son los que quizás mejor han aprovechado los acuerdos de integración
de la región. Es, además, una garantía contra la
generación de una especie de romanticismo integracionista, según
el cual lo que se suelen denominar hipotéticas racionalidades supranacionales
constituirían la fuerza motora de un determinado proceso regional.
IV. ¿Una nueva etapa de la integración latinoamericana?
¿Se está iniciando ahora una nueva etapa de la integración
regional en América Latina? Hay elementos para una respuesta afirmativa.
Ella estaría siendo impulsada por varios factores.
Un primer factor es el surgimiento de una pluralidad de opciones en la
inserción de cada país latinoamericano en los mercados del
mundo y en el sistema internacional, resultante del número creciente
de protagonistas relevantes en todas las regiones y del acortamiento de
todo tipo de distancias. El segundo es que se entiende que tales opciones
pueden ser aprovechadas simultáneamente, el desarrollo de estrategias
de alianzas múltiples y cruzadas. Y el tercero es que es factible
desarrollar, en la mayoría de las opciones abiertas, estrategias
de ganancias mutuas en términos de comercio de bienes y de servicios,
y de inversiones productivas e incorporación de progreso técnico,
a condición de que el respectivo país tenga una idea clara
de lo que necesita y puede lograr en el desarrollo de su estrategia de
inserción internacional.
Pero quizás el factor principal que impulsa hacia nuevas modalidades
de integración en el espacio regional latinoamericano, así
como en sus múltiples espacios sub-regionales, es la creciente
insatisfacción que se observa en varios de los países con
los resultados obtenidos con los procesos actualmente en desarrollo. Ello
es notorio en el caso de la CAN, pero también lo es en el caso
del Mercosur.
Tal insatisfacción puede dar lugar al menos a dos escenarios.
El primero es el de una cierta inercia integracionista. Implica continuar
haciendo lo mismo que hasta ahora, es decir, no innovar demasiado. El
riesgo es que el respectivo proceso de integración se torne irrelevante
para determinados países. En tal caso, podría terminar predominando
sólo una apariencia de algo que se mueve, pero que presentaría
rasgos de creciente obsolescencia y una baja incidencia en las realidades.
El segundo escenario es el de una especie de síndrome fundacional.
Esto es, echar por la borda lo hasta ahora acumulado y tanto en
el Mercosur como en la CAN es mucho lo ya acumulado tanto en términos
de estrategia regional compartida como de relaciones económicas
preferenciales y, una vez más, intentar comenzar de nuevo.
Hay, sin embargo, un tercer escenario imaginable. Probablemente sea el
más conveniente y, en todo caso, es factible. Es el capitalizar
las experiencias y los resultados acumulados, adaptando las estrategias,
los objetivos y las metodologías de integración a las nuevas
realidades de cada país, de la región y de sus sub-regiones,
y del mundo. Tales adaptaciones parecen más necesarias en los acuerdos
sub-regionales como el Mercosur y la CAN que en los marcos más
amplios como la ALADI cuya función en el plano del comercio
regional mantiene toda su vigencia y la UNASUR que, sin embargo,
todavía no ha pasado el test de su real eficacia.
¿Cuál es el capital acumulado a preservar, por ejemplo,
en el caso del Mercosur? El primero se refiere a la valoración
de un proceso de integración como factor esencial de la gobernabilidad,
en términos del predominio de la paz y la estabilidad política,
de un determinado espacio geográfico regional o sub-regional.
El segundo es el del stock de preferencias económicas y comerciales
ya pactadas y que inciden hoy en los flujos de comercio e inversión.
En el caso del Mercosur, tal stock explica muchas inversiones productivas
realizadas en las últimas décadas, sea por empresas multinacionales
originadas en terceros países o por las denominadas multi-latinas.
Han permitido desarrollar un tejido de creciente densidad de cadenas productivas
transfronterizas, especialmente en algunos sectores industriales, de los
que el automotriz es quizás el ejemplo más notorio.
Y el tercero es del valor de determinadas marcas en la imagen
internacional de un grupo de países. La marca Mercosur
tuvo un momento de apogeo cuando la región fue sacudida en la segunda
mitad de la década del 90 del siglo pasado, por los efectos de
la crisis asiática. El hecho de que siga siendo un nombre distintivo
de los documentos nacionales de identidad, incluyendo los pasaportes,
de los ciudadanos de los países que son miembros plenos del Mercosur,
no es, en tal sentido, un dato a subestimar.
¿Cuáles son las adaptaciones en las estrategias, los objetivos
y métodos de un proceso de integración como el del Mercosur
que pueden resultar del nuevo escenario internacional y, en especial,
de su más probable evolución futura?
La primera se refiere a la profundización de metodologías
flexibles, que combinen geometrías variables, múltiples
velocidades y aproximaciones sectoriales. Como ya se ha señalado,
no siempre se ajustarán a modelos de otras regiones ni a lo que
suelen indicar los libros de texto. Sin embargo, ellas pueden funcionar
y ser compatibles con la normativa del sistema jurídico GATT-OMC.
La segunda se refiere a las instituciones y a las reglas de juego. Para
orquestar intereses nacionales bien definidos entre países diversos
en sus dimensiones y grados de desarrollo, parece fundamental poner el
acento en la capacidad de formulación de visiones e intereses comunes
que puedan aportar órganos con un grado de independencia, al menos
técnica, con respecto a los respectivos gobiernos. No necesariamente
deben responder al modelo de instituciones supranacionales originado en
la experiencia europea ni tienen que ser complejos o costosos. Al respecto,
las funciones del Director General de la OMC pueden representar un precedente
más adecuado a las sensibilidades nacionales.
Y la tercera se relaciona con la importancia que tiene el que en cada
país exista un grupo mínimo de empresas con intereses ofensivos
en relación con los mercados de la respectiva región o sub-región,
y ello implica una aptitud para trazar estrategias empresarias de internacionalización,
incluso a escala global. Esta es una condición necesaria para avanzar
en forma relativamente equilibrada en procura del objetivo, siempre valorado,
de la integración productiva.
Difícil es aún visualizar si el escenario de adaptación
se producirá o no en el futuro próximo del Mercosur y en
otros procesos de integración latinoamericana, que han sufrido
en los últimos años un desgaste en su efectividad, eficacia
y legitimidad social. Pero el derrotero de estos cincuenta años,
con sus avances y frustraciones, permite anticipar que la integración
regional continuará siendo valorada por los respectivos países
y por sus opiniones públicas. Al menos parece haber cierto consenso
en que los costos de la no-integración pueden ser elevados. Y ello
inclina el pronóstico a predecir que continuará produciéndose
un avance sinuoso, con avances y retrocesos, heterodoxo pero persistente,
hacia un mayor grado de integración en todos los planos no
sólo en el económico entre los países de la
región y de sus distintas sub-regiones. Es posible incluso imaginar
al respecto una mayor aproximación a lo que ha sido en los últimos
años la experiencia asiática y, eventualmente, hacia dónde
podría evolucionar la integración europea tras la reciente
crisis del euro. Esto es, una integración impulsada desde abajo
por el efecto de crecientes redes sociales y empresarias, que pongan de
manifiesto un cada vez más denso tejido de intereses cruzados,
facilitado por la suma de factores originados, entre otros, en una mayor
conectividad física, en la integración de cadenas productivas
y en la percepción de comunes desafíos externos.
V. El caso del Mercosur: algunas de sus insuficiencias
Una palabra final sobre insuficiencias que se observan en el Mercosur
y que a veces impulsan insatisfacciones y cuestionamientos. Sin perjuicio
de otras insuficiencias, por su relevancia mencionaremos esta vez la cuestión
de la calidad institucional y jurídica. Puede sostenerse al respecto
que, en los hechos, la precariedad de sus reglas de juego es uno de los
factores por cierto, no el único que contribuye a un
lento pero persistente proceso de deterioro de su imagen, credibilidad
e incluso legitimidad social.
Se observa, en tal sentido, un fenómeno que ha caracterizado los
procesos de integración regional desde que en los años cincuenta
ellos fueran impulsados formalmente. Tanto en la trayectoria de la ALALC
como luego en la de la ALADI, se puso en evidencia una marcada tendencia
a considerar que las reglas se cumplían en la medida de lo posible.
Y lo posible era muchas veces apreciado por cada país miembro en
función de sus frecuentes emergencias económicas. Lo común
era entonces observar que los incumplimientos se compensaban con otros
incumplimientos. En nombre del pragmatismo se terminó generando
en ciudadanos, inversores y terceros países la imagen de una integración
económica de utilería, esto es, que por la precariedad
de sus reglas tenía enormes dificultades para penetrar en la realidad
y quedaba limitada en muchos casos al predominio de las apariencias por
sobre lo sustancial.
Con la creación del Mercosur por el Tratado de Asunción
(marzo de 1991) se entendió que tal precariedad sería superada
al menos con respecto a su principal regla exigible, que es la contenida
en su artículo 5º y que fue desarrollada en el artículo
1º de su Anexo I. Establece, en forma explícita, la eliminación
completa de aranceles y recargos de efectos equivalentes que inciden en
el comercio exterior, tanto para las importaciones como para las exportaciones.
También elimina las restricciones impuestas por decisión
unilateral de un Estado Parte. Si bien el plazo original para ello
era el 31 de diciembre de 1994, las circunstancias condujeron a su prolongación
hasta finales de 1999. Luego, la Decisión CMC 22/00 abrió
espacio para una suerte de filibusterismo en la aplicación
de distintos tipos de restricciones no arancelarias unilaterales, que
ya se había observado antes en el período de la ALALC como
también en el de la ALADI.
Sin perjuicio de otros casos que se han ido manifestando a través
de los años, la cuestión se actualiza cuando los socios,
especialmente la Argentina y Brasil, se reclaman mutuamente por la aplicación
de licencias no automáticas en su comercio bilateral. Ha ocurrido
ello con alguna frecuencia, incluso en tiempos recientes. Se ha invocado
que son consistentes con la normativa respectiva de la OMC, lo que en
principio es correcto, si bien puede discutirse si en su aplicación
práctica también tal consistencia ha sido sólida,
tanto de un lado como del otro. En el caso de Brasil, la medida se ha
explicado como resultante de las aplicadas por la Argentina. Pero lo cierto
es que ellas han podido aplicarse debido a que su normativa interna así
lo permite, al no excluir los productos provenientes del área del
Mercosur de las posibles licencias no automáticas. En todo caso,
no se suele mencionar al menos en los pronunciamientos públicos
que tales licencias constituyen restricciones no autorizadas por las reglas
vigentes en el Mercosur. Siendo así, al aplicarse licencias no
automáticas más allá de las razones comerciales
que se invoquen para su aplicación se está contribuyendo
a un cuadro de situación de marcado debilitamiento de las reglas
que rigen en el comercio intra-Mercosur.
En efecto, la compensación de los incumplimientos por parte de
los socios de aquello comprometido formalmente reafirma una cultura de
precariedad jurídica que erosiona un activo fundamental que se
pretendió lograr con la creación del Mercosur, que es precisamente
el de asegurar a los países miembros contra comportamientos unilaterales
que implican, en la práctica, el proteccionismo de sus respectivos
mercados. Tal seguro contra el proteccionismo unilateral tiene como finalidad,
tal cual es sabido, evitar el impacto económico negativo que, en
particular en relación con las decisiones de inversión productiva,
genera la incertidumbre en el acceso a los respectivos mercados.
Concretamente, las consecuencias económicas de un predominio de
la precariedad en las reglas de juego se manifiestan en un debilitamiento
de las ventajas originadas en las decisiones de invertir en cualquier
país miembro en función del mercado ampliado. Como se observa
en otras regiones en las que coexisten países con asimetrías
de dimensiones económicas y desarrollos relativos, es un debilitamiento
que en la práctica suele beneficiar al país con un mercado
propio más grande.
El hecho más preocupante es el que la interpretación sobre
cuáles son las reglas que se cumplen o no queda entonces librado
a apreciaciones unilaterales de cada país miembro. Se corre el
riesgo así de afectar seriamente un pilar fundamental en la arquitectura
jurídica del Mercosur. Es el del artículo 2º, que establece
explícitamente que el Mercado Común estará
fundado en la reciprocidad de derechos y obligaciones entre los Estados
Partes. Si cada país miembro puede unilateralmente decidir
cuáles son las obligaciones que debe cumplir y cuáles no,
resulta sumamente difícil apreciar si el principio de reciprocidad
ha sido respetado. En efecto, puede darse una situación en que
un país miembro seleccione no cumplir con las obligaciones que
no le convienen, en tanto que los otros sí estuvieran cumpliendo
con ellas, o no pudieran dejar de cumplirlas por las características
de su respectivo ordenamiento jurídico interno.
Aquí reside quizás la grieta principal que estaría
afectando la solidez del edificio del Mercosur y que podría incidir
en un gradual aunque imperceptible deterioro de la confianza recíproca,
principal sustento de la calidad de las relaciones políticas entre
los socios. Si las reglas que implican derechos y obligaciones pueden
ser cumplidas o no a voluntad discrecional de un país miembro,
¿cómo se garantiza a los otros socios que el balance de
intereses nacionales que condujo a la aprobación del propio Tratado,
así como de sus normas derivadas, no resulte afectado incluso en
forma seria?
No es una cuestión banal si se considera, por lo demás,
que otros factores económicos, e incluso políticos, pueden
incentivar fuerzas centrífugas en el proceso de integración
que se supone que ha institucionalizado el Mercosur. Ellas son notorias
con respecto a las crecientes presiones que se observan en el sentido
de entablar negociaciones bilaterales y preferenciales con terceros países.
Uruguay lo planteó en su momento, y más recientemente, tal
tendencia se manifiesta con intensidad en distintos sectores de Brasil.
La ha planteado en reiteradas oportunidades José Serra, candidato
a las elecciones presidenciales de este año. Hasta el momento tal
posibilidad está excluida, al menos para las negociaciones comerciales
preferenciales de un país miembro con un tercer país o grupo
de países, por la Decisión CMC 32/00 del Consejo del Mercosur.
Para modificarla se requeriría el consenso de todos los países
miembros.
Se ha planteado como solución posible a los múltiples problemas
que se confrontan el transformar el Mercosur en una zona de libre comercio,
en lugar de la actual unión aduanera. Sin embargo, cabe tener en
cuenta que tal solución sólo sería factible con una
modificación del Tratado de Asunción, ya que en su artículo
5º se prevé explícitamente la vigencia de un arancel
externo común, elemento constitutivo de una unión aduanera.
El Protocolo de Ouro Preto, por lo demás, menciona también
en forma explícita la puesta en funcionamiento de la unión
aduanera como etapa para la construcción del mercado común.
Resulta fácil prever que una negociación para modificar
el Tratado de Asunción en un aspecto constitutivo tan fundamental
tendría notorias connotaciones tanto técnicas como políticas.
En la práctica, podría implicar renegociar todo de nuevo,
lo que podría afectar incluso el actual stock de preferencias comerciales
que, a pesar del deterioro del Mercosur, continúa teniendo valor
significativo para muchas empresas en los cuatro países miembros.
Tres innovaciones en las reglas de juego, sin embargo, serían
menos costosas de lograr y permitirían adaptar los instrumentos
del Mercosur a las nuevas realidades internacionales y de sus países
miembros. Permitirían introducir, como antes se sugirió,
elementos de geometría variable y múltiples velocidades
en su funcionamiento. Una sería la reglamentación de las
restricciones compatibles con el funcionamiento adecuado de la unión
aduanera. No serían entonces restricciones unilaterales
como las que se aplican en la actualidad y a las que se refiere
el mencionado artículo 1º del Anexo I del Tratado de Asunción,
ya que serían adoptadas en las condiciones establecidas por una
normativa común, que podría estar inspirada en la de la
OMC en relación con las licencias automáticas y no automáticas.
Una segunda innovación sería modificar la Decisión
CMC 32/00, previendo la posibilidad de negociaciones comerciales preferenciales
bilaterales con terceros países, al menos en los casos de Paraguay
y Uruguay, y en las condiciones que establezca la nueva normativa común.
El precedente de las negociaciones comerciales con México, e incluso
con los países de la CAN, podría ser evaluado y eventualmente
tomado en cuenta. Sin embargo, es un paso que requeriría garantías
suficientes sobre que no implicaría reducir a nada las respectivas
preferencias comerciales otorgadas entre los socios. Y la tercera sería
establecer un régimen de válvulas de escape del Mercosur,
que también en condiciones especiales permita retirar temporalmente
productos del libre comercio irrestricto. Ni en la actual estructura jurídica
del Mercosur ni en la de la OMC (artículo XXIV del GATT-1994) existirían
impedimentos sólidos a tal régimen.
En el caso del Mercosur, para apreciar la importancia de innovaciones
como las apuntadas es preciso recordar que su construcción está
asentada sobre la solidez dos pilares fundamentales. Uno, centrado en
lo político, es el de la calidad de la alianza estratégica
entre la Argentina y Brasil, basada en la confianza recíproca que
empezó a desarrollarse cuando al promediar la pasada década
del 80 se revirtió un cuadro de situación caracterizado
por el predominio de la lógica del conflicto, con claras implicancias
en términos del desarrollo nuclear de ambos países. El otro,
centrado en lo económico, es el de las preferencias comerciales
compatibles con los compromisos multilaterales globales de ambos países
en el marco de la actual OMC y orientadas a facilitar un proceso conjunto
de transformación productiva y a la inserción competitiva
en los mercados mundiales. Ambos pilares se complementan y sería
difícil que uno se debilitara o desapareciera sin que el otro quedara
sustancialmente afectado.
De allí que las lecturas sobre el Mercosur requieran ser, a la
vez, realistas en el sentido de privilegiar lo acumulado como experiencias
y activos, y positivas en el sentido de señalizar cursos de acción
posibles para superar las insuficiencias que se observen.
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