La tendencia a repensar la integración regional en América
Latina
En los últimos años, se observa en América Latina
una clara tendencia a revisar conceptos, objetivos y metodologías
en relación con el desarrollo de la integración regional
[1]. Esta revisión está basada en la experiencia acumulada
en 50 años de distintos procesos de integración en el espacio
geográfico latinoamericano. Pero es una revisión incentivada,
en especial, por la necesidad de adaptar los planteamientos vinculados
a la integración regional a las nuevas realidades internacionales,
así como al hecho de que todos los países tienen ahora múltiples
opciones en sus estrategias de inserción en el mundo y dentro de
sus respectivos espacios geográficos regionales.
Nuestro objetivo es efectuar una contribución al necesario ejercicio
de repensar la integración regional latinoamericana colocándola,
para ello, en la perspectiva de los profundos cambios que se están
operando en el sistema internacional y en la competencia económica
global.
Es probable que esos cambios profundos tarden aún algún
tiempo en madurar plenamente, y que esto no sea el resultado de procesos
lineales. Es posible incluso que den lugar a situaciones violentas. Cabe
recordar al respecto que a lo largo de la historia las transformaciones
profundas que inciden en los desplazamientos del poder mundial y las guerras
han estado estrechamente vinculadas (Bobbit, pp. 5-64).
En todo caso, el alcance de los impactos de estos cambios sobre el desarrollo
económico y social y, por consiguiente, sobre los distintos procesos
de integración de los países de América Latina -como
también ocurre, por lo demás, en otras regiones del mundo-
son aún difíciles de apreciar en su plenitud. Tampoco es
posible estimar los impactos que las nuevas realidades producirán
en las relaciones internacionales, incluyendo aquellas que se han establecido
entre el espacio europeo y el latinoamericano.
En este artículo se analizarán algunos aspectos centrados
en los cambios profundos que se están operando en la realidad internacional;
en las condiciones para el aprovechamiento por parte de un país
-o de un grupo de países- de las oportunidades que se abren en
un mundo de múltiples opciones y, finalmente, en el inicio de una
nueva etapa en la integración regional en América Latina.
Un contexto internacional en profunda transformación
Los cambios en el contexto internacional en el cual se desarrollan las
acciones orientadas a una mayor integración entre los países
latinoamericanos se están manifestando en torno de dos procesos
simultáneos que se observan hoy a escala global. Ambos tienen efectos
actuales y potenciales, tanto en el intercambio mundial de bienes y de
servicios como en las negociaciones comerciales internacionales, especialmente
en la actual Ronda de Doha dentro de la Organización Mundial del
Comercio (OMC). Estos efectos también se observan en relación
con las complejas negociaciones globales sobre el cambio climático
y, en particular, sobre sus consecuencias en el comercio mundial.
Si bien son dos procesos conectados entre sí, parecen requerir
diagnósticos y aproximaciones que pueden tener aspectos diferenciados
pero que, en todo caso, conviene que sean coordinados.
El primero de estos procesos es el de la crisis financiera y económica
global que empezó a ponerse en evidencia en especial a comienzos
del año 2008. Sus consecuencias afectan, entre otros, los niveles
de producción y consumo y los del comercio internacional de bienes
y de servicios. La caída de la actividad económica ha impactado
en el nivel de empleo y en el estado anímico de las poblaciones,
transmitiendo en algunos países los efectos de la crisis al plano
social y político. Y se sabe que, según sea la intensidad
de tales efectos, una crisis internacional puede generar problemas sistémicos
que afecten la estabilidad política de los países más
vulnerables. Ello a su vez puede tener efectos en cadena sobre otros países,
en particular de la misma región.
Se trata de un proceso con efectos inmediatos muy visibles y que requiere
de respuestas a corto plazo -en especial en el plano nacional, pero también
en el de la coordinación entre países a escala global y
regional-, precisamente por sus potenciales consecuencias sociales y políticas.
El otro proceso es el desplazamiento del poder relativo entre las naciones
(Zakaria, pp. 1-5), que tiene raíces muy profundas y se nutre de
la propia historia. Se trata de un fenómeno que se ha acelerado
en los últimos 20 años, y es probable que su pleno efecto
solo pueda ser observado a largo plazo y a veces a través de movimientos
poco perceptibles. Este proceso se refleja en el surgimiento de nuevos
prota-gonistas -países, empresas, consumidores, trabajadores- con
gravitación en la competencia económica global y en las
negociaciones comerciales internacionales. Como consecuencia de los cambios
que se están produciendo, la capacidad para captar y administrar
los efectos de la diversidad y la pluralidad cultural será, en
el futuro, uno de los factores fundamentales en el desarrollo de la estrategia
Internacional de los distintos protagonistas (Guillebaud, pp. 9-35 Y 363-391;
Maalouf, pp. 293-314).
El fenómeno de la diseminación del poder mundial no debería
sorprender, ya que algunos hechos históricos lo vienen anunciando
desde hace años. Un punto de inflexión lejano se encuentra
en la toma de conciencia sobre su poder relativo que empezaron a experimentar
los países en desarrollo productores de petróleo a partir
de 1973. Lo que sí podría ser preocupante es que, en sus
diagnósticos e intentos de encontrar respuestas, los países
del "viejo orden mundial" -que incluye a Estados Unidos y a
los restantes del ya antiguo G-7 - no demuestren que están asimilando
la profundidad de los cambios producidos en la distribución global
del poder.
Estamos entonces frente a una crisis sistémica mundial que recrea
la clásica tensión histórica entre orden y anarquía
en las relaciones internacionales (Bull, pp. 3-98; Hurrell, pp. 1-117).
Esta tensión se manifiesta en la dificultad de encontrar, en el
ámbito de las instituciones procedentes de un orden colapsado,
respuestas eficaces a problemas colectivos que se confrontan a escala
global. Y el verdadero peligro es que ello se refleje -como ha ocurrido
en el pasado- en el surgimiento de problemas sistémicos en el interior
de países que han sido y siguen siendo protagonistas relevantes
en el escenario internacional. Es decir, crisis sistémicas que
produzcan un efecto dominó en distintos espacios regionales y,
eventualmente, a escala global. Ello puede ocurrir en la medida en que
en distintos países, incluso los más desarrollados, los
ciudadanos pierdan su confianza no solo en los mercados, sino también
en la capacidad de encontrar respuestas en marco de los respectivos sistemas
democráticos. Podría ser un peligro más tangible
en el caso de algunos países europeos, pero no solo en ellos. Si
así fuere, los pronósticos sombríos de algunos analistas
podrían ser pálidos en relación con lo que habría
que confrontar e el futuro.
Tras las varias cumbres del nuevo G-20, realizadas a partir de finales
e 2008, sigue en pie la cuestión de saber cuáles son los
países que, sumados y actuando en conjunto, pueden aportar suficiente
masa crítica e poder para ir generando acuerdos que nutran un nuevo
orden mundial para sustituir al que está colapsado. El número
que acompañe a la letra "G" sigue siendo un interrogante
pendiente de respuesta en la búsqueda de procurar la institucionalización
-aunque sea informal- de un espacio político internacional que
permita traducir decisiones colectivas en cursos de acción efectivos
de alcance global.
Una de las limitaciones del actual G-20 puede ser precisamente la heterogeneidad
de los países participantes en términos de poder real. Algunos
reflejan su propia dotación de poder relativo, como le casos de
Estados Unidos y de China. Estos dos Estados conforman una especie de
G-2 que es necesario pero no suficiente para generar respuestas de alcance
global que sean efectivas, eficaces y legítima. Otros pueden legítimamente
hablar en nombre de su propia región con la certeza de que ella
posee suficiente poder relativo. Más allá e las diferencias
de intereses y visiones que en ellos existen, es el caso de los países
miembros de la Unión Europea -tales como Alemania, Francia y Reino
Unido-que también está presente a través del presidente
de la Comisión Europea y, tras la puesta en vigencia del Tratado
de Lisboa, del presidente del Consejo Europeo. Otros, bien son relevantes
en términos de poder relativo, a veces más potencial que
actual, no pueden sostener con certeza que reflejan la opinión
que eventualmente prevalece en su respectiva región geográfica.
Aquí aparecen los casos de Argentina y Brasil, pero también
los de Rusia, la India, Indonesia y Sudáfrica. Ellos son protagonistas
relevantes en sus respectivos espacios geográficos regionales,
pero no siempre han demostrado poseer las condiciones necesarias para
ser líderes regionales, en el sentido de que los demás países
de su área sigan sus opiniones.
Condiciones necesarias para la participación activa de un país
en la nueva realidad internacional
Muchas son las cualidades sociales, políticas y económicas
que se requieren para que un país intente encarar los dos mencionados
procesos de manera simultánea. Esto es, para que pueda superar
con relativo éxito la actual crisis financiera y económica
global y, a la vez, posicionarse como un protagonista activo en la construcción
del orden mundial del futuro, incluyendo el comercio mundial y las negociaciones
comerciales internacionales, tanto en la OMC como en los múltiples
espacios regionales, interregionales y bilaterales.
Una condición fundamental es la del desarrollo de la capacidad
para el pleno aprovechamiento de las múltiples opciones que se
presentan a escala global como consecuencia del acortamiento de todo tipo
de distancias -no solo las físicas-, así como por la creciente
redistribución del poder mundial -o sea, una inserción externa
multipolar-. A partir del colapso de las distancias, tal alcance multipolar
implica el desarrollo de una estrategia orientada a aprovechar todas las
opciones que se están abriendo hoy en el mundo, especialmente para
el comercio exterior de un país, así como para sus potenciales
fuentes de inversiones directas y de progreso técnico.
En un número significativo de países -en particular las
llamadas "economías emergentes"- esta estrategia multipolar
suele ser "daltónica". Esto significa que no siempre
distingue colores ideológicos o culturales -en el célebre
lema de Deng Xiaoping sobre el color del gato-, especialmente cuando se
busca sacar provecho de las múltiples opciones resultantes del
surgimiento de nuevos protagonistas -los casos más notorios son
China y la India-; de nuevas cuestiones dominantes en las agendas de los
Estados -tales como la energía, el cambio climático y las
formas novedosas del ejercicio de la violencia transnacional, incluyendo
su
"privatización"- y, en particular, del hecho de que se
habría entrado en una etapa de marcada demanda global de alimentos
y de otros recursos naturales que, en términos relativos, abundan
en América Latina y, en especial, en el espacio geográfico
sudamericano.
En el campo de las relaciones económicas internacionales, esta
estrategia se vería facilitada si la conclusión de la Ronda
de Doha permitiera, además de lograr los resultados previstos en
su agenda, fortalecer la OMC como un ámbito institucional multilateral
global eficaz. Al respecto, cabe señalar que, a pesar de seguir
siendo incierto que la Ronda de Doha pueda concluirse en plazos razonables,
en sí mismo ello no sería algo necesariamente negativo.
Otras rondas negociadoras en el ámbito del sistema GATT-OMC también
se extendieron más allá de lo previsto. Pero esto sí
sería contraproducente si trajera como resultado un del tratamiento
del sistema de la OMC en su función de asegurar reglas juego que
faciliten el comercio internacional en condiciones de igualdad de oportunidades
que, a su vez, contemplen los intereses de los países en desarrollo
y de los que se distinguen por su eficiencia en la producción de
alimentos y de otros bienes agrícolas, tales como los que ir gran
el Mercosur.
Además de las señaladas anteriormente, otras tres condiciones
son esenciales para la estrategia de un país que aspire a aprovechar
los efectos de ambos procesos a fin de potenciar una inserción
favorable el competencia económica global del futuro. Ellas son
la calidad institucional, las estrategias ofensivas de sus empresas resultantes
de la vocación de participación activa en los mercados internacionales
y, por fin, la coordinación de esfuerzos a escala regional con
otros países con los cuales se comparte un espacio geográfico.
En primer lugar, la calidad institucional implica desarrollar capacidad
para articular de forma estable los distintos intereses sociales, con
la finalidad de poder traducir luego los objetivos acordados en realidad,
y comportamientos efectivos. Es una condición esencial a fin de
generar sinergias público-privadas. Ellas son necesarias para definir
los intereses nacionales ante las cuestiones más relevantes de
la agenda de la inserción comercial internacional, para traducirlos
en estrategias y hojas de ruta, y para reflejarlos en los comportamientos
que los sectores gubernamentales y no gubernamentales -especialmente el
empresariado- tengan en los múltiples escenarios externos en que
opera el respectivo país.
En la competencia económica global y en el comercio internacional,
calidad institucional se nutre de la eficacia de las tecnologías
organizativas empleadas en el plano gubernamental con la finalidad de
permitir adoptar y aplicar estrategias, decisiones y políticas
públicas que pos, un fuerte potencial para penetrar en la realidad
y para ser sostenida través del tiempo, incluyendo la flexibilidad
necesaria para las continuas adaptaciones a la dinámica de cambio
del mundo actual.
Pero la calidad institucional también se nutre de la calidad de
la organización del sector empresarial y de su articulación
con los otros sectores sociales. Ello implica empresas con intereses estratégicos
ofensivos, tanto en relación con el mercado interno como con los
múltiples mercados internacionales, en especial aquellos que son
prioritarios en función de las ventajas competitivas que puede
desarrollar un país. Revelar tales intereses es un factor fundamental
a la hora de trazar y llevar a la práctica la estrategia de inserción
comercial internacional de un Estado.
La segunda condición es, precisamente, que las empresas de un
país desarrollen estrategias ofensivas que resulten de una vocación
de participación activa en los mercados internacionales. Ello implica
diagnósticos actualizados sobre las oportunidades que se le ofrecen
a la capacidad de producir bienes y de pres.tar servicios del país
en los distintos mercados internacionales. Y estos diagnósticos
han de ser renovados de manera permanente, ya que los efectos de la actual
crisis global; así como de los cambios estructurales que se están
operando en los escenarios mundiales, pueden alterar de forma muy dinámica
las oportuni-dades que existen para las empresas que operan en el país,
desplazando a su favor o en su contra las ventajas competitivas relativas.
Pero esta vocación requiere asimismo una actitud optimista sobre
las oportunidades que tienen el país y sus empresas en los mercados
mundiales. Utilizando una expresión deportiva, ello implica operar
con "mentalidad ganadora". Este es un factor cultural que se
encuentra presente en los países en desarrollo que en los últimos
años han dado origen a un número creciente de empresas internacionalizadas.
Al respecto, el ejemplo de Chile y de muchas de sus empresas es interesante
por no ser precisamente una de las economías emergentes de mayor
dimensión.
La tercera condición, por último, es la coordinación
de esfuerzos a escala regional con países con los que se comparte
un espacio geográfico -pero también con aquellos con los
cuales se comparten condiciones relativas e intereses similares, como
por ejemplo los países productores de alimentos o los exportadores
de energía-o En el caso de los países que comparten el espacio
geográfico regional sudamericano, ello supone el impulso de un
proceso continuo de desarrollo de una conexión física de
calidad (que abarca cuestiones como la financiación de proyectos
de infraestructura física -incluyendo los ejes transoceánicos-
y la facilitación del comercio), que sea favorable a un tejido
creciente de intereses compartidos que se alimente de corrientes comerciales
recíprocas y de redes productivas transnacionales. En la inversión
productiva y de infraestructura física que se requiere para ello,
un país puede encontrar elementos de convergencia entre la agenda
de medidas destinadas a superar los efectos de la crisis global y la transformación
productiva necesaria para caminar con éxito hacia el mundo del
futuro.
Por lo demás, esto implica una mayor coordinación entre
los países que comparten un espacio regional o sub regional, tanto
en la elaboración de los respectivos diagnósticos sobre
los dos procesos de cambio internacional antes mencionados como en las
estrategias para abordar acción de respuesta conjunta a los desafíos
que ambos representan, como así también para encarar juntos
las negociaciones comerciales internacionales, especialmente en el ámbito
de la OMC y con los principales protagonistas del comercio mundial. Las
relaciones con Estados Unidos, con los países de la Unión
Europea y con las economías emergentes -en particular, con China
y la India- ocupan en tal sentido un lugar prioritario.
Este planteamiento también es válido para las negociaciones
relacionadas con las adaptaciones de organismos internacionales multilaterales
a la nueva realidad internacional, en especial en el ámbito de
las cumbres del G-20. Estas constituyen una oportunidad para que los,
países latinoamericanos que participan puedan efectivamente aportar
los puntos de vista de la región en su conjunto -o al menos de
respectiva subregión-, es decir, los temas que hayan sido antes
debatidos en foros regionales.
Sin perjuicio de la necesaria acción de liderazgo gubernamental,
en este plano de la coordinación regional se observa, al menos
en cada una de las subregiones de América Latina, un amplio margen
para impulsar iniciativas que surjan de los respectivos sectores empresariales.
Son iniciativas que deberían perseguir como objetivo, por ejemplo,
un diagnóstico sobre el aprovechamiento del stock de instituciones,
experiencias y compromisos acumulado a través de los años
-especialmente en términos de acceso preferencial a los respectivos
mercados, así como de los mecanismos de pagos y de financiación
tanto de comercio como de las inversiones productivas y de infraestructura
física-, y también propuestas constructivas sobre cómo
evolucionar hacia metas conjuntas que combinen realismo con ambición.
Una iniciativa de ese tipo, al menos en una primera etapa, podría
proceder de las instituciones empresariales de los países·
más vinculados por redes de comercio y producción. Entre
ellos se observa, además una mayor densidad de inversiones cruzadas
tanto en sectores agroindustriales e industriales como en el de servicios.
Además, en ellos opera un número creciente de empresas multilatinas,
en especial si se incluye en tal concepto a cientos de empresas de toda
dimensión que tienen una presencia comercial y productiva, sostenida
y simultánea, en varios de los mercados de la región e,
incluso, a escala global. Son estas empresas, junto con las respectivas
instituciones empresariales, las que mayor interés deberían
mostrar en impulsar medidas que permitieran potenciar el pleno aprovechamiento
de los acuerdos regionales preferenciales ya existentes y avanzar hacia
metas más ambiciosas.
Gobernabilidad de un espacio regional y lógica de integración
La gobernabilidad de los respectivos espacios regionales, en términos
de predominio de la paz y la estabilidad política, será
un elemento fundamental de la construcción de un nuevo orden internacional
global. En tal perspectiva corresponde situar los esfuerzos que se continúen
desarrollando en el marco de los distintos procesos regionales y subregionales
de integración económica.
Una gobernabilidad regional sostenible requerirá en el futuro
lograr puntos de equilibrio entre todos los intereses nacionales en juego.
Ello implicará capacidad y voluntad de articulación, al
menos entre los países con mayor relevancia y capacidad de protagonismo.
En tal sentido, el predominio de la lógica de integración
en el espacio regional latinoamericano y en cada uno de sus espacios subregionales
será facilitado por el desarrollo de instituciones y reglas comunes
que sean efectivas y eficaces y que se sustenten en liderazgos colectivos
que, a su vez, las incentiven.
Sobre ello, una pregunta parece fundamental: ¿es posible construir
un espacio geográfico regional en el que predomine la lógica
de la integración sin que exista una base de confianza recíproca
mínima entre los países vecinos? A partir de la experiencia
histórica, Jean Monnet, el inspirador de la integración
europea, sostenía que no. Por esta razón propuso un plan
orientado a generar solidaridades de hecho, especialmente entre Francia
y Alemania, como sustento de un clima de confianza que permitiera luego
desarrollar el camino que condujo a la Unión Europea.
La pregunta es válida hoy en día en América Latina
considerando los 50 años transcurridos desde que se iniciara el
desarrollo de los procesos de integración con la Asociación
Latinoamericana de. Libre Comercio (ALALC). Desde entonces, la trayectoria
ha sido sinuosa porque lo retórico les ha ganado a veces a los
resultados concretos. El objetivo procurado de una región integrada
y funcional a los objetivos de desarrollo de sus países sigue sin
lograrse de manera plena. Quienes en el plano empresarial tienen que adoptar
decisiones de inversión productiva en función de los mercados
ampliados desconfían con razón de las reglas que inciden
en el comercio recíproco, ya que el acceso prometido al mercado
de los otros países de la región está expuesto a
fuertes precariedades. Estas son el resultado de actos unilaterales que
en la práctica significan desconocer lo comprometido, cualesquiera
sean las razones que aparentemente los puedan justificar.
Sin embargo, parece posible seguir sosteniendo que en América
Latina, más allá de diferencias, diversidades e, incluso,
disonancias conceptuales, sigue vigente la idea de que la lógica
de la cooperación predomina sobre la de la fragmentación.
Ello puede deberse al hecho de que, en buena medida, se sabe que los costos
de la no integración suelen ser muy altos para los respectivos
países -incluso los de mayor dimensión económica
relativa- y, en especial, para sus pueblos.
Pero la realidad está demostrando que llevará tiempo lograr
algo similar a lo que también en 50 años se ha alcanzado
en Europa, en términos de una interdependencia basada en reglas
e instituciones comunes, que hacen relativamente previsibles los comportamientos
de los respectivos países.
Confianza recíproca y un denso tejido de intereses cruzados, sustentados
en instituciones, reglas y símbolos comunes, han sido ele-mentos
claves en el hasta ahora exitoso proceso que los países europeos
han desarrollado en su espacio geográfico, superando incluso un
largo periodo en el que predominaron la fragmentación, el conflicto
y el combate.
Sin caer en la tentación de copiar modelos de otros países
y regiones, sí parece importante tener en cuenta para la propia
experiencia latinoamericana el papel relevante que pueden jugar tales
factores en la construc-ción de un espacio regional -y de cada
una de las respectivas subregiones- en el que predominen la paz y la estabilidad
política, ambiente necesario para la consolidación de la
democracia y para la necesaria cohesión social.
Lograr el avance en el camino de los procesos de integración regional
y subregionales, que al mismo tiempo capitalicen experiencias acumuladas
y adapten sus enfoques, estrategias e instrumentos a las nuevas realidades
del contexto internacional global, parece seguir siendo una condición
fundamental para una activa participación de los países
latinoamericanos en la construcción de una arquitectura global
que sea funcional a sus intereses nacionales.
Teniendo en cuenta que todo país contará en el futuro con
múltiples opciones para Seu inserción internacional, la
experiencia acumulada en las últimas cinco décadas sugiere
que los métodos e instrumentos de los procesos de integración
regional y subregionales deberán ser a la vez flexibles, para permitir
su adaptación a estrategias de inserción multipolar, y previsibles,
a fin de contribuir con sus reglas y disciplinas colectivas al desarrollo
de un clima de inversiones que sea favorable a las integraciones productivas
de escala regional y de proyección global, así como para
el desarrollo de redes de conexión física de calidad.
Conciliar flexibilidad con previsibilidad y disciplinas colectivas, en
torno de reglas que se cumplan y de instituciones que permitan generarlas
-que a la vez también expresen liderazgos colectivos- parece ser
el principal desafío que tendrán por delante los procesos
de integración en la región latinoamericana y en sus respectivas
subregiones. Esto será así si se quiere que estos procesos
tengan una incidencia r.eal en la transformación productiva de
cada país, en la consolidación de sus sistemas políticos
democráticos sustentados en la cohesión social, y en su
capacidad para ser protagonistas activos del nuevo orden internacional
global.
Adaptar los actuales procesos de integración y los mecanismos
de cooperación regional a las nuevas realidades de la agenda global
es una de las principales prioridades que deberán atender en el
futuro inmediato los países latinoamericanos.
La transformación de la ALALC en la Asociación Latinoamericana
de Integración (ALADI), mediante el tratado firmado también
en Montevideo en 1980, implicó un cambio metodológico sustancial
e inició una nueva etapa en el proceso de integración regional.
Dicha reforma resultó de la constatación de que una zona
de libre comercio entre un grupo numeroso de países -en aquel entonces
menos conectados y más distantes que ahora-, con fuertes asimetrías
de dimensiones y grados de desarrollo, era inviable.
Tal transformación implicó aceptar que las diferencias
existentes requerían aproximaciones parciales con múltiples
velocidades y geometrías variables. Ello significó el reconocimiento
de la existencia de distintas realidades subregionales y sectoriales,
con densidades de interdependencia e intereses que no necesariamente se
extendían al resto de los países. Se invirtió así
el enfoque original de la ALALC, según el cual los instrumentos
regionales eran la regla, y los subregionales y sectoriales, la excepción.
Por el contrario, se hizo de lo parcial -grupos de países o sectores
determinados- la regla principal, siendo lo regional el marco y, a la
vez, un objetivo final no demasiado definido ni en su contenido ni en
sus plazos. Por la Cláusula de Habilitación, un resultado
de la Ronda de Tokio, este enfoque se tornó conciliable con las
reglas del GATT.
Se abrió así un camino de profundas transformaciones en
la estrategia de integración regional que fueron madurando en los
años siguientes. En esta nueva etapa que se extiende hasta el presente,
entre otros hechos relevantes, se reestructura el original Grupo Andino
en la Comunidad Andina de Naciones (CAN); se inicia el proceso bilateral
de integración entre Argentina y Brasil, con especial énfasis
en determinados sectores como por ejemplo el del automóvil; se
crea luego el Mercosur; México se incorpora al Tratado de Libre
Comercio de América del Norte (TLCAN); y empieza el proceso de
concreción de acuerdos comerciales preferenciales bilaterales con
países del resto del mundo, comenzando con Estados Unidos y con
la Unión Europea.
En el inicio y en la evolución de esas dos primeras etapas de
la integración regional latinoamericana, tuvieron un impacto muy
significativo los cambios que simultáneamente operaban en el contexto
global. A ellos se suman las profundas transformaciones económicas
y políticas que se han producido -también con un alcance
diferenciado- en la región y en cada uno de sus países.
América del Sur, en particular, presenta ahora un cuadro de mayor
densidad en las conexiones entre sus sistemas productivos, en especial
en el campo de la energía. Y muchos de sus países han experimentado
notorias evoluciones en sus desarrollos, tanto en el plano económico
como en el político.
¿Hacia una nueva etapa de la integración latinoamericana?
¿Se está iniciando ahora una nueva etapa de la integración
regional en América Latina? Hay algunos argumentos basados en el
análisis de varios factores que hacen pensar en una respuesta afirmativa.
El primero de ellos es el antes mencionado surgimiento de una pluralidad
de opciones en la inserción de cada país latinoamericano
en los mercados del mundo. Esto es resultado directo del número
creciente de protagonistas relevantes en todas las regiones y del acortamiento
de todo tipo de distancias. En el segundo factor, se entiende que tales
opciones pueden ser aprovechadas de manera simultánea. Y en el
tercero, se contempla que es factible desarrollar, en la mayoría
de las opciones abiertas, estrategias de ganancias mutuas, en términos
de comercio de bienes y de servicios, de inversiones productivas y de
incorporación de progreso técnico.
Pero otro factor determinante que impulsa hacia nuevas modalidades de
integración en el espacio regional latinoamericano, así
como en sus múltiples espacios subregionales, es la creciente insatisfacción
que se observa en varios países respecto a los resultados obtenidos
con los procesos actualmente en desarrollo. Tal insatisfacción
puede dar lugar al menos a dos escenarios. El primero de ellos es el de
una cierta inercia integracionista. Ello implica continuar haciendo lo
mismo que hasta ahora, es decir, no innovar demasiado. El riesgo es que
el respectivo proceso de integración se convierta en irrelevante
para determinados países. En tal caso, podría terminar predominando
en él solo una apariencia de algo de creciente obsolescencia y
con reducida incidencia relativa en las realidades del comercio y las
inversiones. El segundo escenario es el de una especie de "síndrome
fundacional".. Esto significa echar por la borda lo hasta ahora acurri\I.1ado,
tanto en términos de estrategia regional compartida como de relaciones
económicas preferenciales para, una vez más, intentar empezar
de nuevo.
Hay, sin embargo, un tercer escenario imaginable que probablemente sea
el más conveniente y que es factible de alcanzar. Este sería
el de capitalizar experiencias y resultados acumulados, adaptando estrategias,
objetivos y metodologías de integración a las nuevas realidades
de cada país, de la región y sus sub regiones, y del mundo.
Difícil es aún visualizar si el escenario de adaptación
se producirá o no. Pero el derrotero de estos 50 años, con
sus logros y frustraciones, permite anticipar que la integración
regional continuará siendo valorada por los respectivos países
y sus opiniones públicas. Al menos, parece existir cierto consenso
en que los costos de la no integración pueden ser elevados. Ello
permite predecir un desarrollo sinuoso, con avances y retrocesos heterodoxo
trabajo.
Por fin, cabe señalar que el camino a lo regional comienza en
una correcta definición del respectivo interés nacional,
constatación que deriva de la experiencia concreta de estos años.
Los países con una idea más clara de sus intereses son los
que quizás mejor han aprovechado los procesos hacia un mayor grado
de integración en todos los niveles -no solo el económico-
entre los países de la región y en sus distintas subregiones.
Es posible imaginar al respecto una mayor aproximación a lo que
ha sido en los últimos años el modelo asiático y,
eventualmente, al que también podría llegar a ser en el
futuro el modelo europeo.
[1] V. , por ejemplo, Casanueva (pp. 33-44); Cienfuegos/Sanahuja (pp.
87-205); Del Arenal/Sanahuja (pp.425-632); Leiva Lavalle (pp. 17-31);
Peña (2010a, pp. 23-43) y 2010b, pp. 425-450.
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