Por cierto que ya se sabía. Pero tras los magros resultados de
la reciente Cumbre de Copenhague, tres rasgos del nuevo escenario global
han quedado más en evidencia. El primero, se refiere a que algunas
cuestiones relevantes que inciden en las relaciones internacionales, y
que incluso afectan el futuro de la humanidad, sólo pueden ser
abordadas a escala global. Un ejemplo es precisamente la del cambio climático.
Tiene múltiples efectos a veces difíciles de precisar en
cuanto a su profundidad y dimensión temporal, además de
complejas connotaciones relacionadas con los costos y con la responsabilidad
sobre cursos de acción que se acuerden como necesarios.
Otra cuestión relevante, tan seria como la anterior, es la del
abordaje de diversos desdoblamientos que plantea hoy la agenda de seguridad
y paz en el mundo. Ningún país por sí sólo
parecería estar en condiciones de asegurar la eficacia de las acciones
que pueden requerirse en este plano.
El segundo rasgo se relaciona con la dificultad de precisar, en la práctica,
cuántos países son necesarios para lograr una masa crítica
de poder suficiente a fin de que las decisiones que se adopten para fortalecer
la gobernabilidad global tengan carácter vinculante, eficacia y
legitimidad social.
Este rasgo ha aflorado con el G20 -y en buena medida, también
en las caóticas horas finales de la Cumbre de Copenhague-. No sólo
es un problema de saber cuántos y cuáles países deben
participar en este Grupo. El debate al respecto continúa y quizás
no se cierre en mucho tiempo. Se trata, además, de saber cómo
superar los efectos de la heterogeneidad de poder entre los países
participantes. Algunos al opinar y actuar reflejan su propia dotación
de poder relativo, tal los casos de EE.UU. y de China. Otros reflejan
la resultante de distintas modalidades de agregación de poder entre
naciones. Más allá de diferencias de intereses y visiones
que existen, es el caso de los países participantes que pertenecen
a la Unión Europea, la que también se expresa a través
de sus propios representantes. Y otros países, si bien son relevantes
en términos de poder relativo, a veces más potencial que
actual, no pueden necesariamente sostener que reflejan la opinión
que prevalece en su respectiva región geográfica. Tales
son los casos de Argentina y Brasil, pero también los de India,
Indonesia y Sudáfrica.
Y el tercer rasgo se manifiesta en el hecho de que las actuales instituciones
internacionales globales presentan insuficiencias que las tornan poco
efectivas a la hora de construir, entre sus numerosos países miembros,
los consensos que son necesarios. Reflejan en sus procesos de decisión
una arquitectura internacional ya superada o que lo está siendo
rápidamente. A este respecto, tres preguntas son centrales: ¿cómo
lograr entre 193 países (caso de la ONU) o entre 154 países
(caso de la OMC) los necesarios equilibrios de intereses que permitan
adoptar decisiones que penetren en la realidad?; ¿tendrían
tales decisiones las necesarias cualidades de efectividad, eficacia y
legitimidad social, si sólo fueran adoptadas por un número
más limitado de países relevantes?, y, en tal caso, ¿cuáles
deberían ser esos países, a fin de no producir el rechazo
explícito o implícito de aquellos que no hubieren participado
en la adopción de las respectivas decisiones? Contestar tales preguntas
en los hechos no será tarea fácil ni rápida.
Los rasgos mencionados son sólo algunos de los que ponen en evidencia
los alcances de una crisis sistémica mundial. Recrea la clásica
tensión histórica entre orden y anarquía en las relaciones
internacionales. Puede tener un efecto dominó en distintos espacios
regionales y, eventualmente, a escala global. Se manifiesta en la dificultad
de encontrar, en el ámbito de instituciones provenientes, de un
orden que colapsa, respuestas eficaces a problemas colectivos que se confrontan
a escala global.
Un peligro es que ello se refleje -como ha ocurrido en el pasado- en
el surgimiento de problemas sistémicos en el interior de países
que han sido y son aún, protagonistas relevantes en el escenario
internacional. Puede ocurrir en la medida que en distintos países,
incluso los más desarrollados, los ciudadanos no sólo pierdan
su confianza en los mercados, sino también en la capacidad de encontrar
respuestas en el marco de los respectivos sistemas democráticos.
Si así fuere, los pronósticos sombríos de algunos
analistas podrían ser pálidos en relación a lo que
habría que confrontar en el futuro.
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