Este mes se cumplen cincuenta años de la creación de la
Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC). Fue una iniciativa
impulsada con fuerte protagonismo del gobierno de Frondizi. Respondía
a cambios operados en las políticas comerciales y cambiarias de
la Argentina y de otros países que negociaron el acuerdo. Pero
también respondía a nuevas realidades internacionales, entre
otras, la puesta en vigencia del Tratado de Roma que abrió el camino
a la actual Unión Europea y antes, el Acuerdo General de Aranceles
y Comercio (el GATT) al que también se incorporó nuestro
país.
El objetivo inicial, la creación de una Zona de Libre Comercio
en doce años, no pudo cumplirse. En 1980 la ALALC se transformó
en la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI)
que flexibilizó los compromisos iniciales y que se suponía
debía facilitar el camino hacia un mercado común latinoamericano.
Tal objetivo sigue pendiente. Luego nuestro país y el Brasil, impulsaron
en el marco de la ALADI el programa de integración bilateral que
luego condujo al Mercosur. Y los países andinos habían iniciado
en 1969 su propio proceso subregional, el Grupo Andino, transformado luego
en la Comunidad Andina de Naciones (CAN). Ni la CAN ni el Mercosur han
podido cumplir plenamente con sus objetivos iniciales.
Varios son los factores que explican la constante distancia entre lo
comprometido y lo logrado en la integración regional. Uno ha sido
el imaginar metas ambiciosas que luego chocan con las realidades. Hay
muchos otros, tanto económicos como políticos. Pero queremos
resaltar uno que ha estado presente desde el inicio de la ALALC. Y que
diferencia la experiencia regional de la europea, pero también
de la de otras regiones, como por ejemplo América del Norte, primero
con el acuerdo de libre comercio entre Canadá y los Estados Unidos
y luego con el NAFTA, en el que participa México.
Es el de la precariedad de los compromisos jurídicos asumidos,
reflejada en la idea que ellos se cumplen en la medida de lo posible y
que se dejan de lado si las realidades económicas lo requieren.
Es un factor que debilita la esencia de este tipo de acuerdos, que es
la de otorgar una garantía contra el proteccionismo discrecional
en el que un socio incurre cuando entiende que las circunstancias lo exigen.
El seguro contra el proteccionismo permite que lo pactado
pueda traducirse en inversiones productivas en función de los mercados
ampliados.
Una forma de sostener tal seguro es la de un mecanismo de solución
de controversias, al que pueden acudir los socios si consideran que un
incumplimiento de lo pactado afecta sus intereses. Ha probado su eficacia
en la Organización Mundial del Comercio y también en el
NAFTA. Existe en el Mercosur pero no es utilizado con frecuencia. Otra
forma es la de las distintas modalidades de válvulas de escape
que pueden introducirse en un acuerdo. No existen en el Mercosur, salvo
una variante no aplicada en el ámbito bilateral entre la Argentina
y el Brasil (el MAC).
Desde la ALALC en adelante, ante eventuales incumplimientos los socios
han preferido recurrir a dos modalidades que son prácticas pero
que contribuyen a devaluar lo pactado. Una es la de compensar incumplimientos.
La otra es la de consentirlos cuando consideran que no afectan intereses
concretos.
El problema es que ambas modalidades pueden licuar compromisos asumidos
y a erosionar la eficacia económica de las reglas de juego. Generan
dos problemas concretos. Uno es el desestímulo de inversiones productivas
en función del mercado ampliado. El otro es beneficiar así
al país de mayor dimensión económica relativa tornándolo
más atractivo para las inversiones. Por ello es que Canadá
y México han hecho del seguro contra el proteccionismo de los Estados
Unidos una cuestión central de su estrategia de integración
regional.
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