Los problemas internacionales complejos no se resuelven de una sola vez.
Suelen requerir tiempo. Especialmente si tienen historia larga y trascienden
a los gobiernos actuales de los respectivos países. Lo importante
es la eficacia de los procesos orientados a resolverlos. En tal perspectiva
conviene situar la apreciación sobre el papel de la Unasur en el
escenario sudamericano.
La Unasur es un embrionario mecanismo de trabajo conjunto entre países
de la región. Formalmente no es aún un organismo internacional.
No existe como algo separado de sus países miembros. Su convenio
no ha entrado en vigencia. Por el momento es algo más en la línea
de lo que es con alcance latinoamericano el Grupo de Río.
Pertenece a la nueva generación G en el escenario internacional
(G8, G20, G2, etc.).
En la cumbre de La Moneda, en Santiago de Chile (cuando se trató
un problema que afectaba a Bolivia), la Unasur puso en evidencia ser un
ámbito apto para abordarlo. Demostró voluntad de los países
sudamericanos de encarar juntos los problemas que se plantean. Intenta
ser un espacio válido para impulsar la aproximación colectiva
a cuestiones que trascienden a un país y que pueden afectar a la
paz y estabilidad política de la región. Si permite preservar
la voluntad de diálogo entre los países, ya significa mucho.
Tras cinco décadas de intentos orientados a lograr una mayor integración
regional, los resultados siguen siendo reducidos. Por momentos los avances
pertenecen más al plano de lo retórico que de lo concreto.
Sin embargo, es posible visualizar que sigue vigente la idea de que la
lógica de la cooperación predomine sobre la de la fragmentación.
Quizás porque se intuye que los costos de la no integración
pueden ser muy altos. Pero la realidad demuestra que en el espacio sudamericano
llevará tiempo lograr algo similar a lo que también en 50
años se obtuvo en Europa.
La última cumbre de la Unasur ilustra sobre la tensión
constante entre ambas lógicas en el espacio sudamericano. Gracias
al acierto de su difusión en directo por la televisión,
la gente pudo observar sin intermediaciones diferencias y diversidades
que caracterizan a la región. Siguiendo el precedente de la Cumbre
del Grupo de Río en Santo Domingo, se dejó de lado así
un concepto anticuado de una diplomacia presidencial lejana al público.
Ello no impidió que se hablara con franqueza.
En cierta forma, la cumbre de Bariloche fue un espejo de la compleja
realidad sudamericana. Y ése es uno de sus principales méritos.
Puso de manifiesto algunas de las múltiples fracturas existentes
en la región. Pero, a su vez, dejó la sensación de
protagonistas que reconocen límites que les impone un denso tejido
de intereses cruzados. En la perspectiva de lo deseable, lo acordado puede
ser considerado tímido. Pero fue lo posible. Y, bien desarrollado,
podría ser un paso en la buena dirección.
Por lo demás, la cumbre reflejó un grado de voluntad colectiva
dirigida a lograr que la paz y estabilidad política predominen
en la región. Sin ellas es difícil avanzar en una integración
productiva basada en reglas que se cumplan. Pocos se inclinarán
a invertir en función de un espacio regional con reglas de juego
precarias y en el que predomine la lógica del conflicto. De ahí
el acierto de una diplomacia presidencial orientada a construir un clima
más apropiado a la convivencia de las múltiples diversidades
existentes. Lo logrado, aunque sea poco, puso de manifiesto el papel que
le cabe a un núcleo duro de países que aspiran a una región
en la que predomine la lógica de la cooperación.
La esencia de Bariloche ha sido el reconocimiento, al más alto
nivel y en público, de la necesidad de construir confianza recíproca
entre los países de la región. No es tarea fácil
precisamente por el hecho que las diferencias existentes son pronunciadas
y tienen raíces profundas. Pero se ha dado un paso importante al
reconocerse que los problemas deben ser abordados a través del
diálogo y con la participación de todos. Siguiendo el precedente
de la cumbre de La Moneda, se emitió una señal clara sobre
la disposición de una región a encarar sus propios problemas.
Para ello se reconoció la necesidad de verificar colectivamente
hechos que pueden alimentar la lógica del conflicto e incluso la
del combate. Es un resultado concreto de esta cumbre.
Generar un clima de confianza recíproca será una tarea
que demandará tiempo. Pero tal como lo reconociera Jean Monnet,
un inspirador de la construcción europea, sin tal confianza será
difícil dotar a la integración regional de una base política
más sólida para su desarrollo. Sin ella todo intento de
construir una región atractiva para la inversión productiva
y el comercio recíproco carecerá de suficiente eficacia
y credibilidad.
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