¿Es posible construir un espacio geográfico regional en
el que predomine la lógica de la integración sin que exista
una base de confianza recíproca mínima entre los países
vecinos? En base a la experiencia histórica Jean Monnet, el inspirador
de la integración europea, sostenía que no. De allí
que propuso un plan orientado a generar solidaridades de hecho, especialmente
entre Francia y Alemania, como sustento de un clima de confianza que permitiría
luego desarrollar el camino que condujo a la Unión Europea.
La pregunta es válida hoy en nuestra región, considerando
los cincuenta años transcurridos desde que los países sudamericanos
-más México, un convidado no previsto originalmente- iniciaran
con la creación de la ALALC sus procesos de integración.
Desde entonces, la trayectoria ha sido sinuosa. Lo retórico ha
ganado a veces a los resultados concretos. El objetivo procurado de una
región integrada y funcional a los objetivos de desarrollo de sus
países sigue sin lograrse plenamente. Quien tiene que adoptar decisiones
de inversión productiva en función de los mercados ampliados
desconfía de las reglas que inciden en el comercio recíproco.
Todo indica que sigue vigente la idea de que la lógica de la cooperación
predomine sobre la de la fragmentación. Los costos de la no integración
se sabe que son altos. Pero la realidad está demostrando que llevará
tiempo lograr algo similar a lo que también en cincuenta años
se ha logrado en Europa.
La reciente Cumbre de la UNASUR ilustra sobre la tensión constante
entre ambas lógicas, al menos en el espacio sudamericano. Gracias
al acierto de su difusión en directo por la televisión,
la gente pudo observar sin intermediaciones las diferencias y diversidades
que caracterizan a la región y a sus gobiernos. Siguiendo el precedente
de la Cumbre del Grupo de Río en Santo Domingo, se dejó
de lado un concepto anticuado de diplomacia presidencial lejana al público.
La Cumbre de Bariloche fue un espejo de la realidad. Y ese es uno de
sus méritos. Puso de manifiesto algunas de las múltiples
fracturas existentes en América del Sur. Pero, a su vez, dejó
la sensación de protagonistas que reconocen los límites
que impone un denso tejido de intereses cruzados. Lo acordado puede ser
considerado tímido. Pero fue lo posible y bien desarrollado podría
ser un paso en la buena dirección.
Por lo demás, la Cumbre reflejó la persistencia de una
voluntad colectiva dirigida a lograr que la paz y estabilidad política
predominen en la región. Sin ella es difícil avanzar en
una integración productiva basada en reglas que se cumplan. De
ahí que se deba resaltar el acierto de una diplomacia presidencial
orientada a construir gradualmente un clima más apropiado a la
convivencia razonable de las múltiples diversidades existentes.
El papel desempeñado esta vez por nuestro país debe ser,
en tal sentido, elogiado.
La esencia de Bariloche ha sido precisamente el reconocimiento, al más
alto nivel y en público, de la necesidad de construir confianza
recíproca entre los países de la región. No será
tarea fácil ya que las diferencias existentes son por momento muy
pronunciadas y a veces tienen raíces profundas. Pero se ha dado
un paso importante que consiste en reconocer que los problemas deben ser
abordados a través del diálogo y con la participación
de todos los países de la región. Siguiendo el precedente
de la Cumbre de la Moneda, se ha enviado una señal clara sobre
la disposición de una región de encarar sus propios problemas.
Y para ello se ha reconocido la necesidad de verificar colectivamente
aquellos hechos que pueden alimentar la lógica del conflicto e,
incluso, la del combate.
Una visión optimista impone una lectura positiva de los resultados
de una Cumbre que quizás permita, de traducirse luego en hechos
concretos, dotar a los procesos de integración regional, cualesquiera
que sean sus modalidades, de una base política más sólida
para su futuro desarrollo.
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