Fareed Zakaria [1] es uno de los analistas que mejor ha definido el actual
cuadro global, como uno de transformación profunda en la distribución
del poder mundial [2]. Plantea el ascenso del resto
resultante del crecimiento económico de países como China,
India, Brasil, Rusia, Sudáfrica, Kenia y muchos, muchos más-
como el tercer desplazamiento tectónico del poder en quinientos
años. Los otros dos fueron el surgimiento del mundo Occidental
en el siglo XV y el de los EE.UU. como potencia global en el pasado siglo.
El fenómeno de la diseminación del poder mundial no debería
sorprender. Hechos cargados de futuro lo han anticipado desde hace años.
Un punto de inflexión lejano se encuentra en el poder que países
en desarrollo productores de petróleo comenzaron a ejercer en 1973.
Lo que sí podría ser preocupante es que, en sus diagnósticos
e intentos de encontrar respuestas, los países del viejo
orden mundial que incluye a los EE.UU. y a los restantes del
G.7-, no demuestren que estén asimilando la profundidad de los
cambios en la distribución global del poder.
Es lo que plantea el columnista Philip Stephens [3], cuando al referirse
al curso de colisión entre la globalización y los nuevos
reflejos nacionalistas que se manifiestan, por ejemplo, en múltiples
y originales formas de proteccionismo, se
pregunta sobre si las naciones ricas están preparadas para aceptar
que sus posiciones privilegiadas estén siendo cuestionadas. Y afirma,
con razón, que: están todas ellas por un orden global
más inclusivo; en la medida que la adición de nuevos miembros
al club no diluya en forma alguna su propia autoridad.
La llegada a la Casa Blanca de un nuevo presidente de los EE.UU. ha abierto
una ventana de oportunidad, en cuanto a la posibilidad de
que se desarrolle una visión estratégica y un liderazgo
político, basado en un diagnóstico realista y en una voluntad
de cooperar con muchos otros países, que permita construir un orden
internacional funcional a la gobernabilidad global y al desarrollo económico
y social. Por el momento, lo único que puede constatarse es que
en medio de la confusión y desconcierto que predomina ante la magnitud
de la crisis global, el factor Obama ha generado un espacio
de esperanza.
Estamos entonces frente a una crisis sistémica mundial que recrea
la clásica tensión histórica entre orden y anarquía
en las relaciones internacionales [4]. Se manifiesta en la dificultad
de encontrar en el ámbito de instituciones provenientes de un orden
que colapsa, respuestas eficaces a problemas colectivos que se confrontan
a escala global. Y el verdadero peligro es que ello se refleje como
ha ocurrido en el pasado- en el surgimiento de crisis sistémicas
en el interior de países que han sido y son aún, protagonistas
relevantes en el escenario internacional. Crisis sistémicas que
produzcan un efecto dominó en distintos espacios regionales y,
eventualmente, a escala global. Ello puede ocurrir en la medida que en
distintos países, incluso los más desarrollados, los ciudadanos
no sólo pierdan su confianza en los mercados, pero también
en la capacidad de encontrar respuestas en el marco de los respectivos
sistemas democráticos [5]. Podría ser un peligro más
tangible en el caso de algunos países europeos. Si así fuere,
los pronósticos sombríos de algunos analistas, podrían
ser pálidos en relación a lo que habría que confrontar
en el futuro.
Ya está claro que nuestra región no saldrá indemne
de los cambios que se manifiestan a escala global. Ellos pueden dar lugar
a reflejos condicionados de sálvese quien pueda. O,
por el contrario, pueden incentivar respuestas colectivas creativas que
permitan capitalizar oportunidades y reforzar la vocación de trabajo
conjunto. Es quizás éste el desafío que tiene por
delante un Mercosur sediento de renovación. Implica reconocer que
su concepción y su arquitectura fundacional proveniente de un orden
mundial en extinción, deben ser rejuvenecidas.
El Mercosur, tiene desde sus orígenes una clara motivación
política. Es propio de procesos de integración, basados
en el consenso y en una visión común de largo plazo, entre
naciones soberanas que comparten un espacio geográfico regional
[6]. Es una motivación política arraigada en similares intereses
nacionales en torno a objetivos estratégicos valiosos para las
naciones participantes. Son objetivos relacionados con el predominio de
la paz y la estabilidad política en el espacio geográfico
regional compartido, como forma de tener un clima funcional a la democracia,
la cohesión social, la transformación productiva conjunta
y la inserción competitiva en el escenario global. Una de sus consecuencia
es la de
fortalecer la capacidad de cada país, actuando en común,
de negociar mejores condiciones para proyectar al mundo su capacidad de
producir bienes y servicios, que sean competitivos y apreciados por los
consumidores de otros países.
Pero la motivación política no es suficiente. Un proceso
de integración es sustentable en el tiempo, en la medida que sus
reglas generen condiciones apropiadas para la inversión productiva
y la consiguiente generación de empleo, en cada uno de los países
participantes. Ello es difícil de lograr en la práctica,
si es que existen condiciones de profundas asimetrías de poder
y de desarrollo económico relativos. En todo caso, depende mucho
de la calidad institucional del proceso de integración. Ella nutre
en el desarrollo de bienes públicos regionales,
que permitan generar los tres productos que posibilitan que la integración
pueda aspirar a ser relativamente irreversible. La experiencia europea
demuestra que tales productos son las redes, las reglas y los símbolos
comunes. Las redes resultan de un tejido denso de intereses sociales compartidos,
especialmente
los que se reflejan en cadenas de valor de alcance regional y proyección
global. Las reglas formales, pero también las informales-
son las que reducen el espacio de incertidumbres y precariedades, especialmente
en el acceso a los respectivos
mercados, como condición indispensable para incentivar decisiones
de inversión productiva en función del espacio económico
común. Y los símbolos, son los que permiten identificar
el espacio regional en el imaginario colectivo de cada uno de
los países participantes. Un ejemplo, en tal sentido, es lo que
significa hoy el Euro, como factor fundamental del desarrollo de una identidad
europea.
El Mercosur dista de haber generado tales productos, al menos en forma
suficiente para preservar su credibilidad y su legitimidad social en el
interior de cada uno de sus países miembros. A pesar de los avances
logrados, redes, reglas y símbolos, son aún muy débiles
para asegurar su relevancia y su irreversibilidad.
Rescatar al Mercosur como proyecto compartido de valor político
estratégico y como instrumento funcional al desarrollo económico
y social de cada uno de los países miembros, es entonces una de
las prioridades que plantean los desafíos y oportunidades que resultan
de las profundas transformaciones manifiestas en los últimos años
en el escenario internacional. Para que pueda brindar respuestas conjuntas
que sean eficaces, se requiere adaptar sus instrumentos y reglas a las
nuevas realidades. Es un trabajo de indudable proyección sudamericana,
que requiere movilizar las respectivas sociedades en torno a propuestas
funcionales, a la vez, a los respectivos intereses nacionales y a objetivos
estratégicos comunes,
tanto políticos, como económicos y sociales?
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