América del Sur como un espacio regional diferenciado
América del Sur tiene las características de un subsistema
político internacional diferenciado. Estas características
tienen mucho que ver con la geografía, la vecindad y la historia,
y hoy también se relacionan con ciertos recursos compartidos y
con la proximidad de sus mercados. De tales semejanzas resulta una agenda
de cuestiones dominantes políticas, económicas y sociales
que reflejan problemas y oportunidades comunes y que muchas veces requieren
de respuestas colectivas.
En realidad, la idea de que Sudamérica conforma un espacio diferenciado
tiene raíces históricas profundas que descansan en razones
geográficas. Estas, a su vez, potencian la conexión de las
respectivas agendas nacionales, de modo que los efectos de contagio de
lo que ocurre en cualquiera de los países sobre el resto suelen
ser intensos. Esto, sin embargo, no implica que se trate de un espacio
separado de, ni contrapuesto a otros, como el latinoamericano o el hemisférico.
Tampoco supone que no existan diferencias dentro del propio espacio sudamericano:
por ejemplo, entre las vertientes andina y atlántica, o entre la
del Norte, que tiende a insertarse en el Caribe y está más
vinculada económicamente a Estados Unidos, y la del Sur, con una
mayor tradición de asociación con Europa.
Pero América del Sur constituye un espacio regional que, además
de diferenciado, presenta también bordes difusos, ya que en muchos
aspectos no puede ser distinguido del espacio más amplio de América
Latina y el Caribe. Estas fronteras difusas explican, por lo demás,
el papel protagónico que en muchos casos desempeña México
en cuestiones relacionadas con el desarrollo político de la región.
Acontecimientos recientes han vuelto a poner de manifiesto la relevancia
que tiene para los países sudamericanos su entorno regional incluso
en su dimensión latinoamericana más amplia, especialmente
cuando deben encararse algunos problemas complejos. Esta relevancia se
reflejó en la Cumbre del Grupo de Río en Santo Domingo,
en marzo de 2008, luego de que el gobierno de Ecuador acusara al de Colombia
de atacar un campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
(farc) en su territorio. Por tratarse del Grupo de Río, el episodio
tuvo una dimensión latinoamericana que incluyó un protagonismo
significativo de México. La cumbre contribuyó a desmantelar
un curso de colisión que, por su alto grado de complejidad y confusión,
podría haber escapado en ese momento al control de sus principales
protagonistas: Colombia, Ecuador y Venezuela (y, en cierta medida, también
Nicaragua).
A partir de estos resultados, el Grupo de Río logró reencontrarse
con su función original, que consistía precisamente en ejercer
una mediación colectiva en la dilución y, en lo posible,
la solución de conflictos que involucran a un conjunto de países
de la región y que pueden producir efectos de derrame sobre el
resto. Como derivación del Grupo Contadora, el prestigio del Grupo
de Río descansa en sus antecedentes en el encauzamiento primero,
y la resolución después, de la violencia que dominó
a Centroamérica en los 80.
La relevancia del espacio sudamericano se reflejó en la cumbre
extraordinaria de la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur) convocada
en Santiago de Chile en septiembre de 2008 para analizar y contribuir
a encarar los conflictos internos que han amenazado la democracia en Bolivia,
e incluso la unidad interna del país. Si bien es aún muy
pronto para apreciar los efectos de la mencionada cumbre en el desarrollo
del proceso político boliviano, lo concreto es que la Declaración
de La Moneda reflejó la capacidad y la voluntad política
de los países sudamericanos para realizar aportes concretos a la
solución de problemas que puedan alterar la paz y la estabilidad
en la región.
El mensaje de la cumbre de la Unasur en Santiago fue muy claro, en el
sentido de que los problemas de la democracia en un país sudamericano
conciernen a todos los demás. Esto llevaría a introducir
pautas de racionalidad que neutralicen eventuales propensiones a soluciones
violentas. Pero además los países sudamericanos lograron
transmitir al resto del mundo, con la fuerza de los hechos, la idea de
que están preparados y dispuestos a asumir sus responsabilidades
colectivas en la región.
El desenlace de los encuentros del Grupo de Río y de la Unasur
ha sido, en buena medida, resultado de una diplomacia a veces silenciosa
y otras, no tanto de alto nivel, realizada antes y durante las cumbres,
especialmente por parte de aquellos países con capacidad para incidir
en la evolución política de la región. En tal sentido,
se abren expectativas acerca de la posibilidad de que la Unasur constituya
un ámbito funcional al ejercicio de un liderazgo colectivo en la
región.
La institucionalización del espacio geográfico sudamericano
Sin necesidad de remontarse demasiado en la historia, hay que recordar
que ya en las primeras décadas del siglo xx se plantearon propuestas
orientadas a impulsar la institucionalización del espacio geográfico
sudamericano, mediante iniciativas que en general promovían la
idea de una «Unión Sudamericana». En aquellos años,
la visión se enfocaba especialmente en el sur de la región.
Incluso las propuestas originales que condujeron a la constitución
de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (Alalc) se referían
a los países del sur, en general identificados como del «Cono
Sur», que en su versión más amplia incluía
a Bolivia y Perú.
En alguna medida, la Alalc fue resultado de la visión política
del presidente argentino Arturo Frondizi, junto con otros líderes
de la región. El interés de México en participar
de la iniciativa explica que finalmente la organización creada
por el Tratado de Montevideo de 1960, así como el proceso de integración
comercial desarrollado en su ámbito, tuvieran un alcance latinoamericano
y no solo sudamericano. Lo mismo ocurrió, por cierto, con su transformación
posterior, la Asociación Latinoamericana de Integración
(Aladi), creada a partir del Tratado de Montevideo de 1980, en cuya elaboración
México jugó un papel protagónico (la principal reunión
negociadora se realizó en Acapulco y estuvo marcada por el liderazgo
mexicano).
La creación del Grupo Andino, en 1969, contribuyó a poner
de manifiesto la identidad sudamericana de la idea de integración
regional. La iniciativa, impulsada por los presidentes de Chile, Eduardo
Frei, y de Colombia, Carlos Lleras Restrepo, buscaba contrapesar el papel
predominante de Brasil y Argentina en la concepción y el desarrollo
de la integración regional, especialmente a través de la
Alalc.
Pero a pesar de las diferentes iniciativas de integración que
se plantearon en distintos momentos, lo cierto es que hasta años
recientes el espacio sudamericano estuvo dominado por una lógica
de fragmentación alimentada por conflictos territoriales y por
las tensiones en torno de los recursos compartidos iniciadas ya en la
Independencia. Esta lógica se reflejó en varios conflictos
armados, especialmente en el siglo xix.
Fue solo en la década de 1980 cuando la mayoría de los
conflictos territoriales pudieron finalmente ser superados. A su vez,
el retorno de la democracia contribuyó a instalar la lógica
de la integración en las relaciones internacionales. Desde aquel
entonces, además de su finalidad económica, la integración
fue percibida como un medio para fortalecer los valores y las instituciones
democráticos. A partir de ese momento el creciente entendimiento
en el viejo abc triángulo del sur de las Américas
conformado por Argentina, Brasil y Chile, que a su vez se integra en un
triángulo histórico con eeuu y Europa generó
un embrionario núcleo duro de integración, con influencia
económica y política en todo el espacio sudamericano.
Este núcleo duro se institucionalizó en el Mercosur a partir
de la firma del Tratado de Asunción, en abril de 1991. Chile fue
invitado a ser parte, junto con los cuatro socios originales, y siempre
ha tenido una presencia implícita significativa a pesar de no haber
aceptado ser miembro pleno, tal como demuestra el grado de integración
económica traducido en flujos de comercio e inversiones
alcanzado en los últimos años entre Chile y los países
del Mercosur.
Cabe resaltar un hecho que ha contribuido a otorgar una dimensión
auténticamente sudamericana a las que antes fueron iniciativas
limitadas solo al Cono Sur. Se trata de la decisión de Brasil de
otorgarle una creciente importancia a la región en su estrategia
de desarrollo e inserción internacional. Esta línea que
ya era notoria durante la presidencia de Fernando Henrique Cardoso y que
ha continuado, e incluso se ha acentuado, durante el gobierno de Luiz
Inácio Lula da Silva se ha traducido en una tendencia a impulsar
iniciativas y a participar activamente en el escenario regional. Una participación
que se manifiesta también en los flujos de comercio e inversiones
y en la presencia cada vez más acentuada de empresas brasileñas
en las economías de los países sudamericanos.
Es quizás por eso que, ya desde sus inicios, Brasil percibió
el Mercosur como una instancia de alcance sudamericano. Incluso al negociarse
el Tratado de Asunción fue el representante brasileño el
actual canciller Celso Amorim quien propuso sustituir el nombre
de «Mercado Común del Cono Sur», como figuraba en los
borradores originales, por el de «Mercado Común del Sur».
Esta visión del alcance de la integración resulta natural
si se tiene en cuenta que, para Brasil, su contexto contiguo fundamental
para la política internacional de cualquier país abarca
prácticamente toda América del Sur. Este es un dato por
considerar en cualquier proyección que se efectúe sobre
el papel que aspirará a desempeñar Brasil en el desarrollo
futuro de las relaciones entre los países de este espacio geográfico
e, incluso, en la identidad de Sudamérica como región diferenciada
del resto de América Latina.
De allí que el camino que condujo a la creación de la Unasur
en la Cumbre de Brasilia de mayo de 2008 se iniciara con otra cumbre también
realizada en la capital de Brasil en agosto de 2000. Fue, desde su origen,
un camino marcado por un sentido estratégico profundo y, a la vez,
con un fuerte énfasis en el desarrollo de la conectividad física
y energética del espacio sudamericano.
Desde la visión de Brasil entre otras, por razones geográficas
evidentes, la infraestructura física y de energía
requiere un enfoque sudamericano. El hecho de que uno de los primeros
resultados concretos de la cumbre de Brasilia haya sido la Iniciativa
para la Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana
(Iirsa) así lo pone de manifiesto. También lo reflejan las
múltiples conexiones actuales y potenciales en el desarrollo energético
de la región. Y es que la infraestructura física y la energética
exigen un enfoque regional en cuanto al financiamiento de los proyectos
y la creación de marcos institucionales que faciliten las cuantiosas
inversiones que se necesitan.
En este contexto, la Unasur constituye un intento de crear un ámbito
institucional que cubra toda la región. Nació a partir del
Tratado de Brasilia, firmado el 23 de mayo de 2008, que aún debe
ser ratificado por nueve de los doce países signatarios para entrar
en vigencia: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Guyana,
Paraguay, Perú, Surinam, Uruguay y Venezuela. En las cumbres sudamericanas
posteriores, realizadas en Cuzco en 2004, en Brasilia en 2005 y en Cochabamba
en 2006, la iniciativa se denominaba «Comunidad Sudamericana».
Luego, en ocasión de una Cumbre Energética en la isla Margarita
realizada en 2007, el nombre fue cambiado por el actual. En cualquier
caso, sus objetivos son los mismos y son amplios: según el Preámbulo
del Tratado de Brasilia, la Unasur busca contribuir al fortalecimiento
de la integración regional a través de un proceso innovador
que permita ir más allá de la simple convergencia de los
esquemas subregionales ya existentes: el Mercosur y la Comunidad Andina
de Naciones, que han celebrado entre sí, en el ámbito de
la Aladi, un acuerdo marco de complementación económica,
con la modalidad de una red de acuerdos bilaterales que pueden converger
en un solo espacio de libre comercio.
La Unasur nació entonces como una iniciativa de fuerte perfil
político, que incluye su proyección internacional (como
refleja la muy amplia enunciación del artículo 15 del Tratado)
y que no excluye su ampliación al resto de América Latina
(como afirman los artículos 19 y 20). Es además una iniciativa
con un fuerte acento brasileño, que refleja la voluntad de este
país de impulsar la institucionalización de un espacio geográfico
compuesto por naciones que en su mayoría limitan con él.
Se trata, por lo tanto, de un impulso del liderazgo de Brasil que ha logrado
el consenso de los demás países, algunos con particular
entusiasmo, como parecería ser el caso de Chile. La presidenta
chilena, Michelle Bachelet, ejerció la jefatura pro témpore
en el segundo semestre de 2008, durante el cual los países signatarios
se supone deberían ratificar el acuerdo, aunque la mayoría
aún no lo ha hecho.
Finalmente, hay que señalar que la idea de institucionalizar el
espacio sudamericano se corresponde con tendencias que se observan en
otras grandes regiones del mundo. Ejemplos relevantes al respecto son
los espacios geográficos conformados por América del Norte
y la Cuenca del Caribe, por Europa y la Cuenca del Mediterráneo
y, en particular, por el Sudeste asiático. Particularmente en esta
última región se ha consolidado la noción de «regionalismo
multipolar», resultante de una red de acuerdos gubernamentales (entre
los cuales se destaca la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático)
y de un denso tejido de conexiones empresarias. Se trata de un regionalismo
de geometría variable y de múltiples velocidades, que brinda
ejemplos que puede estimarse que influirán crecientemente en el
proceso de integración de Sudamérica.
Los desafíos futuros de la institucionalización del
espacio sudamericano
Son muchos los desafíos por enfrentar para desarrollar la institucionalización
del espacio sudamericano. Entre ellos sobresalen dos: por un lado, su
conciliación con los múltiples espacios de inserción
regional y global de cada país y, por el otro, la necesidad de
dotar a los ámbitos institucionales de una dosis suficiente de
credibilidad.
Ambos desafíos se acentuarán por el hecho de que las profundas
transformaciones que se están operando en los mapas del poder y
de la competencia económica global generan múltiples opciones
para la inserción externa de cada país. En tal perspectiva,
ningún país aceptará quedar limitado a su entorno
regional sino que, por el contrario, intentará aprovechar al máximo
las oportunidades que se están abriendo en el mundo. Por otra parte,
las transformaciones se explican por la percepción de que, en general,
los procesos de integración regional existentes son poco eficaces,
consecuencia de una experiencia acumulada en las últimas cinco
décadas que no siempre ha producido los resultados prometidos.
Enfrentar tales desafíos requerirá al menos de tres condiciones.
La primera es que cada país de América del Sur desarrolle
una estrategia nacional de aprovechamiento de los múltiples espacios
de su inserción internacional que incluya a la propia región.
La segunda es que las iniciativas de alcance regional se reflejen en instituciones
y reglas de juego que tengan las cualidades necesarias para penetrar en
la realidad. Y la tercera es que los compromisos que se asuman en los
distintos ámbitos institucionales de la región en
particular, los de carácter preferencial permitan fortalecer
y no debilitar el desarrollo de un sistema multilateral eficaz
a escala global, especialmente en lo relacionado con el comercio de bienes
y servicios en el ámbito de la Organización Mundial de Comercio
(omc).
Pero para entender estas condiciones es necesario tener presente que
América del Sur se ha convertido en un espacio geográfico
de creciente densidad, marcadas diferencias y gran dinamismo. Es, en tal
sentido, un verdadero mosaico, y todo indica que lo seguirá siendo
en el futuro. Captar bien las fuerzas profundas desatadas en la región
es un desafío complejo para cualquiera que opere en ella, tanto
en el plano político como, sobre todo, en el empresario.
La región se ha vuelto más densa. La interdependencia entre
los distintos países ha crecido sustancialmente en las últimas
décadas, aproximando los sistemas políticos y económicos
nacionales y haciéndolos más sensibles a lo que ocurre en
su vecindario, que tiene, cada vez más, una escala sudamericana.
Esta densidad se verifica en al menos tres planos. El primero es el de
la producción y el comercio: las redes tejidas por empresas transnacionales,
y crecientemente por las multilatinas así como por un número
significativo de pymes originadas en la propia región se
han ido consolidando gradualmente, pero con particular intensidad en los
últimos años. Esto se refleja en el intercambio comercial
y en las inversiones, especialmente concentradas en el sur de América,
con el consiguiente impacto en la logística y el transporte. El
segundo plano que permite verificar la creciente densidad sudamericana
es el de la energía, en sus múltiples modalidades: en este
aspecto, a diferencia del anterior, las relaciones no se concentran en
el sur, sino que cubren casi toda Sudamérica. El tercer plano es
el del narcotráfico y las distintas manifestaciones de violencia
y crimen organizado. Su densidad también se ha ido acentuando y
constituye ya una amenaza tangible en varios países de la región.
Pero Sudamérica no solo es una región más densa,
sino también más diferenciada, algo que no siempre captan
los estudios y las lecturas efectuadas desde otras latitudes. A las diversidades
de tamaño y grados de desarrollo, han comenzado a sumarse, en los
últimos tiempos, diferencias que son producto de crecientes disonancias
conceptuales. Entre otros, los conceptos de democracia y de integración
se prestan a diferentes interpretaciones. Y no son los únicos.
Otra diferenciación que se observa es resultado de los horizontes
en los que algunos protagonistas tienden a colocar los desafíos
que enfrentan los distintos países: algunos, proyectados hacia
el futuro, perciben la globalización como una oportunidad que se
debe aprovechar, mientras que otros aún no han podido terminar
de procesar sus distintos pasados, a veces con raíces que pueden
rastrearse hasta muchos siglos atrás. En tales casos, la tendencia
suele ser ver el mundo que los rodea más como una amenaza que como
una oportunidad.
Finalmente, Sudamérica es una región con una fuerte dinámica
de cambio. Aunque estas transformaciones reflejan el dinamismo de un mundo
turbulento y en continua metamorfosis, buena parte de ellas son de cosecha
propia. Quienes no sigan de cerca las noticias originadas en cada uno
de los países de la región, o insistan en observarlas bajo
los paradigmas del pasado, corren el riesgo de no entender lo que está
ocurriendo. Los hechos cargados de futuro se evidencian constantemente
y es fundamental detectarlos a tiempo a fin de poder anticipar los cambios.
Uno de ellos es, por ejemplo, el descubrimiento de lo que prometen ser
amplias riquezas de hidrocarburos en el litoral atlántico de Brasil.
Todos estos factores la creciente densidad, la mayor diferenciación
y la dinámica de cambio son rasgos importantes para abordar
la cuestión de fondo de la gobernabilidad del espacio sudamericano;
esto es, asegurar el predominio de la paz y la estabilidad política
en la región. En esta perspectiva hay que colocar los esfuerzos
para lograr que la lógica de la cooperación y la integración
permita domesticar los naturales conflictos y, sobre todo, neutralizar
las tendencias a la fragmentación. Se trata de esfuerzos que requerirán
diagnósticos actualizados de las fuerzas profundas que operan en
una realidad sudamericana rica en matices, además de sabiduría
y prudencia política, sobre todo porque se trata de un espacio
regional cada vez más multipolar y en el que, como se señalara
antes, cada uno de los países tiene múltiples opciones para
su respectiva inserción en el mundo. Las diversidades generan respuestas
de geometría variable, flexibles y de múltiples velocidades,
como las que se han desarrollado en el espacio geográfico asiático
(y también, más recientemente, en la propia Unión
Europea).
Si la realidad sudamericana se asemeja a un mosaico por la diversidad
de situaciones que en ella se manifiestan, es probable que por un largo
periodo ello también se refleje en el plano institucional. Y es
posible que, al menos por un tiempo, el espacio geográfico regional
no logre consolidarse en algo similar a lo que en la actualidad representa
la ue para el espacio europeo. Por eso, solo el paso del tiempo permitirá
tener una noción más clara de cuál será la
contribución de la Unasur a la gobernabilidad sudamericana. Si
logra efectivamente transformarse en un ámbito para consolidar
la democracia, la paz y la estabilidad política, sustentada en
países con grados elevados de cohesión social, sus aportes
serán valiosos. En tal sentido, la mencionada Declaración
de La Moneda constituye un paso importante para afirmar el papel futuro
que podrá desempeñar la Unasur.
Sin embargo, la Unasur plantea también varios interrogantes. Uno
de ellos se refiere a su capacidad para penetrar la realidad. La experiencia
aún inconclusa de la incorporación de Venezuela como miembro
pleno del Mercosur justifica las dudas. Pero incluso cuando el Tratado
de Brasilia entre formalmente en vigencia deberá demostrar que
puede lograr sus ambiciosos objetivos. La distancia entre construcciones
formales y hechos concretos suele ser significativa en una región
en la que parecería más fácil crear instituciones
que aprovecharlas plenamente. Por ello cabe formular la pregunta sobre
si no hubiera sido más conveniente definir la Unasur como un sistema
de cumbres periódicas, sin aspirar a su formalización jurídica
en torno de una organización con objetivos ambiciosos.
Otro interrogante se refiere a su coexistencia con los procesos de integración
existentes y, en particular, la eventual superposición con el Mercosur.
Según el Tratado de Brasilia, la Unasur apunta a fortalecer la
integración regional a través de un proceso que permita
ir más allá de la mera convergencia de los esquemas ya existentes.
Pero a su vez el Mercosur, en su dimensión ampliada con la incorporación
como miembro pleno de Venezuela y de otros países de la región
como miembros asociados, ha aspirado a cumplir una función de alcance
sudamericano. Ello se ha reflejado en la participación en sus reuniones
presidenciales de líderes de diferentes países latinoamericanos,
como en la Cumbre de Córdoba, a la que incluso asistió Fidel
Castro.
La ampliación del Mercosur ha tenido al menos dos dimensiones.
La primera se refiere al espacio de preferencias comerciales. A través
de acuerdos de alcance parcial (instrumento previsto por el Tratado de
Montevideo de 1980), se ha ido tejiendo una red de preferencias que abarca
a otros países miembros de la Aladi y, en particular, a los que
fueron adquiriendo un estatus de miembros asociados, comenzando por Chile
y Bolivia. La otra dimensión se refiere a la ampliación
de los objetivos políticos del Mercosur. La defensa de la democracia
y los derechos humanos, junto con otros objetivos en el plano social,
fueron incorporándose gradualmente en la agenda, a la que se sumaron
los países asociados.
La Unasur y el Mercosur ampliado tendrían entonces objetivos similares,
especialmente en el ámbito político. Pero la Unasur, a su
vez, debería permitir abordar cuestiones, como las de la infraestructura
física y la complementación energética, que superan
lo que podría lograrse con la actual cobertura geográfica
del Mercosur. Ello es particularmente importante para Brasil, que tiene
fronteras comunes con la mayoría de los países de Sudamérica.
Pero más allá de los alcances y objetivos hay dos grandes
diferencias entre el Mercosur y la Unasur. Por un lado, el Mercosur es
una realidad asentada en compromisos jurídicos ya asumidos por
sus países miembros. Si bien son compromisos imperfectos e incompletos,
sería difícil dejarlos de lado, teniendo en cuenta las corrientes
de comercio y de inversión que se han desarrollado entre los socios
en los años transcurridos desde la firma del Tratado de Asunción.
El Mercosur tiene además una embrionaria identidad, como demuestra
la incorporación de la sigla a los documentos de identidad de los
ciudadanos de los cuatro socios. La Unasur, en cambio, debe aún
superar el proceso de ratificación de su tratado constitutivo.
Aunque es posible que ello ocurra en breve, no necesariamente se concretará,
sobre todo si se tienen en cuenta las diferencias políticas entre
algunos de sus miembros que afloraron en el camino que condujo a la reciente
Cumbre de Brasilia.
La otra gran diferencia entre ambas organizaciones es que el Mercosur
está basado no solo en la voluntad política de los países
miembros que se mantiene a pesar de las muchas dificultades que
se han planteado, sino, sobre todo, en un pilar fundamental para
la integración productiva: las preferencias comerciales pactadas.
La Unasur no tiene previsto nada similar. En todo caso, las preferencias
económicas entre sus países miembros resultarán de
la convergencia de la red de acuerdos de alcance parcial celebrados o
que se celebren en el ámbito de la Aladi.
Dos escenarios para el futuro
Cabe interrogarse, entonces, acerca del impacto que la Unasur tendrá
sobre el Mercosur. Al menos dos escenarios alternativos pueden plantearse:
Un primer escenario implicaría que se diluya no solo el objetivo
más ambicioso de un Mercosur que por momentos parecía aspirar
a tener un alcance político sudamericano, sino también el
objetivo más concreto de que el proceso de integración sea
percibido como un instrumento eficaz de transformación productiva.
La peor variante de este escenario sería la siguiente: la Unasur
no logra avanzar y el Mercosur no logra profundizar su función
de motivar decisiones de inversión productiva orientadas al espacio
económico común.
En el segundo escenario, ambos espacios se complementan y, además,
se potencian. Esto implica un Mercosur dotado de instrumentos flexibles
pero previsibles, que reflejen metodologías de geometría
variable y de múltiples velocidades, de modo que pueda constituirse
en el núcleo duro de una construcción más amplia
de alcance sudamericano. Técnicamente, esto es factible. Si se
logra, el Mercosur, sin dejar de lado los objetivos de sus miembros plenos,
reenviaría al ámbito de la Unasur los objetivos políticos
de alcance sudamericano.
A la hora de considerar este escenario de complementación cabe
tener en cuenta que ambas iniciativas, el Mercosur y la Unasur, tienen
en común el hecho de que apuntan a la gobernabilidad de la región
sudamericana. En ambas participa Brasil, que es el país de mayor
peso de la región. Ambas tienen contenido económico, pero
indudables objetivos políticos, pues apuntan a las relaciones de
poder entre las naciones que comparten este espacio geográfico.
Las dos organizaciones involucran las estrategias de inserción
internacional de cada país y aspiran a generar bienes públicos
regionales que permitan neutralizar eventuales tendencias a la fragmentación.
En este marco, la complementación entre la Unasur y el Mercosur
puede contribuir al predominio de la lógica de la integración
en el espacio sudamericano. Tal complementación es posible. Pero
requerirá un liderazgo colectivo en el que participen todos los
países de la región y, en especial, aquellos que valoran
un entorno regional de paz y estabilidad política.
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