Un denso tejido de instituciones y reglas contribuye a que el comercio
mundial sea previsible. Algunas de ellas son multilaterales y globales,
como las desarrolladas en los 70 años del sistema GATT-OMC. Otras
son regionales o resultan de la creciente red de acuerdos bilaterales.
Son bienes públicos internacionales que facilitan los intercambios
de bienes y de servicios, el desarrollo de cadenas transnacionales de
valor y la solución de eventuales diferendos.
Las instituciones y reglas existentes distan de ser perfectas. Incluso
en algunos casos no han logrado plasmar los ambiciosos objetivos originales.
Pero ellas existen y su desarrollo ha costado esfuerzos. Cumplen además
una función que en el complejo escenario económico actual
tiene un valor significativo. Son escudos protectores frente a la recurrente
tentación de cerrar los mercados, como ya ocurriera en la gran
depresión de la pasada década del 30. No fue ésa
la causa de los desastres que produjo la Segunda Guerra Mundial. Pero
sí facilitó que se llegara a ellos.
De allí que una prioridad actual sea la de preservar tales instituciones
y reglas. Pero para ello se requiere que sean adaptadas a nuevas realidades.
Preservar lo existente no excluye entonces la necesidad de revisar y,
eventualmente, replantear sus agendas, instrumentos y métodos de
trabajo.
En el caso de la OMC (Organización Mundial del Comercio), el debate
sobre un replanteo ya se está instalando. Las dificultades para
concluir la Rueda Doha tornan evidente su necesidad. Por un lado, son
muchos los países miembros y es difícil lograr equilibrios
entre los diversos intereses, a veces muy contrapuestos. Por el otro,
no es fácil visualizar los beneficios del deterioro del actual
sistema multilateral del comercio mundial, que podría resultar
del inmovilismo.
Una de las claves de la OMC es poner techo al proteccionismo de los mercados
y a instrumentos que distorsionan las condiciones en que se desarrolla
el comercio a nivel mundial. La consolidación de los aranceles
máximos que pueden aplicar los países miembros y los topes
puestos a los subsidios a la producción agrícola son algunos
de los ejemplos de esto. Incluso hay quienes se interrogan, con toda razón,
si no hubiera sido conveniente cerrar en julio pasado un acuerdo. Las
bases propuestas podían estar lejos de las ambiciones originales
y de los necesarios equilibrios, pero, de haber sido aprobadas, hubieran
permitido domesticar mejor las tendencias proteccionistas que ahora emergen
como resultado de la crisis económica mundial.
Cerrar Doha no significa que concluya la necesidad de seguir negociando
condiciones para un sistema más funcional al desarrollo económico
de todos los países miembros de la OMC. Por el contrario, permitiría
concentrar los esfuerzos futuros en la necesaria reformulación
de métodos de las negociaciones comerciales multilaterales, a fin
de tornarlos más eficaces y más equilibrados en sus resultados.
Ello requiere que la conclusión de la Rueda Doha incluya una agenda
de replanteos en la OMC.
También en el Mercosur se observa la necesidad de reformas. Es
percibido en sectores de sus propios países miembros como carente
de eficacia. Se lo considera insuficiente para orientar decisiones de
inversión que tengan el objetivo de proyectar al mundo una capacidad
de producir bienes y de prestar servicios que sean competitivos. En un
contexto global de múltiples oportunidades y opciones para la inserción
de cualquier país que tenga estrategias comerciales ofensivas,
se lo visualiza como una especie de camisa de fuerza.
Difícil resulta imaginar una opción creíble para
el Mercosur actual. Borrón y cuenta nueva no es un camino recomendable
para el bloque, tan pronto se toman en cuenta las múltiples dimensiones
de un proceso de integración que trasciende a lo comercial. Renovado,
puede cumplir una función relevante en la estabilidad política
de una región en la que operan fuerzas centrífugas. Como
la OMC, el Mercosur también requiere combinar preservación
y replanteos.
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