Que el mundo se está tornando muy contaminante es algo reconocido.
Por ahora no sería por los efectos del cambio climático.
Pero sí por un complejo de fenómenos, que si se los considera
en forma aislada -por ejemplo, sólo en la perspectiva de la crisis
financiera global con sus ya manifiestos efectos en la economía
real- no permiten captar en su plenitud las nuevas realidades que ahora
comienzan a ser evidentes.
Quizás sea Fareed Zakaria (en su libro The Post-American
World, Norton, New York-London 2008) uno de los analistas que mejor
ha definido el cuadro actual. Plantea lo que denomina el ascenso
del resto -que visualiza como resultante del crecimiento económico
de países como China, India, Brasil, Rusia, Sudáfrica, Kenia
y muchos, muchos más- como el tercer desplazamiento
tectónico del poder en quinientos años. Los otros dos fueron
el surgimiento del mundo Occidental en el siglo XV y el de los Estados
Unidos como potencia global en el pasado siglo.
El fenómeno de la diseminación del poder mundial no debería
sorprender. Hechos cargados de futuro lo han venido anticipando desde
hace años. Un punto de inflexión lejano se encuentra en
el poder que países en desarrollo productores de petróleo
comenzaron a ejercer en 1973. Lo que sí podría ser preocupante
es que, en sus diagnósticos e intentos de encontrar respuestas,
los países del viejo orden mundial -que incluye a los
Estados Unidos y a los restantes del G.7-, no demuestren que estén
asimilando la profundidad que ya han alcanzado los cambios en la distribución
global del poder.
Es lo que plantea Philip Stephens en uno de sus lúcidos análisis
(Financial Times del 23 de octubre), cuando al referirse al curso de colisión
entre la globalización y los nuevos reflejos nacionalistas, se
pregunta sobre si las naciones ricas están preparadas para aceptar
que sus posiciones privilegiadas estén siendo cuestionadas: están
todas ellas por un orden global más inclusivo; en la medida que
la adición de nuevos miembros al club no diluya en forma alguna
su propia autoridad. Es un desafío que tendrá la Cumbre
convocada para el mes de noviembre con el fin de ampliar el club. Pero
ella se realiza en un momento poco oportuno, dado el próximo cambio
presidencial en los Estados Unidos y la notoria pérdida de liderazgo
de George Bush.
Estamos entonces frente a una crisis sistémica mundial que recrea
la tensión histórica entre orden y anarquía en las
relaciones internacionales. Se manifiesta en la dificultad de encontrar
en el ámbito de instituciones provenientes de un orden que colapsa,
respuestas eficaces a problemas que se confrontan a escala global. Y el
verdadero peligro es que ello se refleje -como ha ocurrido en el pasado-en
el surgimiento de crisis sistémicas en el interior de países
que han sido y son aún, protagonistas relevantes en el escenario
internacional. En cierta forma lo alerta Dominique Moisi (Financial Times
del 5 de octubre), cuando apunta a lo que podría ocurrir si en
algunos países los ciudadanos no sólo pierdan confianza
en los mercados, pero también en la capacidad de encontrar respuestas
en el marco de sus respectivos sistemas democráticos. Podría
ser un peligro más tangible en el caso de algunos países
europeos. Si así fuere, los pronósticos sombríos
de Nouriel Roubini, podrían ser pálidos en relación
a lo que habría que confrontar en el futuro.
Ya está claro que nuestra región no saldrá indemne
de los cambios profundos que se están manifestando a escala global.
Ellos pueden dar lugar a reflejos condicionados de sálvese
quien pueda. O, por el contrario, pueden incentivar respuestas colectivas
creativas que permitan capitalizar oportunidades y reforzar la vocación
de trabajo conjunto. Es quizás éste el desafío que
tiene por delante un Mercosur sediento de renovación. Implica reconocer
que su concepción y su arquitectura fundacional proveniente de
un orden mundial en extinción, deben ser rejuvenecidas.
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