América del Sur es un mosaico con grandes diversidades. Siempre
lo fue. Pero lo que ha cambiado es que ahora es evidente una mayor densidad
de la conexión entre los países de la región. Lo
que ocurre en uno de ellos es cada vez menos indiferente a los demás.
Esta densidad deriva de la proximidad física (colapso de las distancias
de todo tipo), del comercio y la integración productiva (más
empresas de la región invierten en países de la región),
de la complementación energética (unos tienen mucho y otros
necesitan mucho), y de las redes de narcotráfico y distintas modalidades
de crimen organizado (cuyos impactos en los procesos políticos
aún no se conocen bien).
Pero resulta también del hecho que los sistemas políticos
democráticos son crecientemente sensibles al efecto contagio de
lo que ocurre en sus inmediaciones. Se contagian los comportamientos funcionales
a la democracia, que implican el predominio de reglas, moderación
y diálogo. Pero también se contagian los que pueden contribuir
a derrumbar o a desnaturalizar la democracia. En ellos predominan la radicalización
de visiones y actitudes, que provocan intolerancia y violencia. Al contagiarse,
la radicalización puede producir efectos en cadena, incluso en
demandas de seguridad y de los medios operativos necesarios para atenderlas.
De allí que haya sido natural que los Presidentes de los países
de América del Sur entendieran necesario reunirse, a fin de pronunciarse
sobre los hechos que se han estado produciendo en Bolivia, y que han puesto
en riesgo su sistema democrático e incluso su integridad territorial.
La no presencia de los Presidentes de Surinam y Guyana, también
miembros de la UNASUR, ámbito en el cual se realizó el 15
de este mes de septiembre la Cumbre de Santiago de Chile, de alguna manera
corrobora lo antes señalado. Más allá de compartir
un espacio geográfico, son dos países que al estar muy lejanos
del resto -física, económica y culturalmente-, no están
tan expuestos a un efecto contagio significativo de lo que ocurra en el
resto de América del Sur.
Para la Cumbre se eligió un lugar cargado de simbolismo, que fue
el Palacio de la Moneda. De allí incluso el nombre de la Declaración
Final. Es un texto corto, producto de horas de deliberación -esta
vez a puertas cerradas, por contraste con lo que ocurriera meses antes
en la Cumbre del Grupo Río en Santo Domingo- y en el cual puede
percibirse la obra de expertos. En sus varios puntos, tiene el que contiene
el mensaje central: advierten que sus respectivos Gobiernos rechazan
enérgicamente y no reconocerán cualquier situación
que implique un intento de golpe civil, la ruptura del orden institucional
o que comprometa la integridad territorial de la República de Bolivia.
Hacen, además, un llamado al diálogo y crean una comisión
para acompañar una mesa de diálogo.
Pero al pronunciarse sobre la situación de Bolivia, los Presidentes
han enviado señales claras, en el sentido que están dispuestos
a asumir sus responsabilidades en relación a la paz y estabilidad
política democrática en la región. Y esto es valioso
en un contexto mundial donde la crisis financiera y la sensación
de tormenta perfecta, permiten entender que las grandes potencias
sólo se concentrarán en aquellos problemas que les son vitales
e inmediatos.
Los problemas comunes de los países sudamericanos deben ser encarados
entonces por ellos mismos. Es buena noticia, ya que es lo que la región
siempre ha demandado, especialmente a los Estados Unidos. Pero será
difícil que un solo país, por grande o rico que sea, pueda
por sí sólo contribuir a resolverlos. Una región
multipolar requiere liderazgos colectivos. Y ellos tendrán ámbitos
institucionales y configuraciones de geometría variable, según
sean los problemas a enfrentar. Lo demuestra el contraste entre lo que
llevó a la Cumbre de Santo Domingo temprano este año y lo
que recientemente condujera a la Moneda.
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