La cuestión de los límites en los comportamientos individuales
entre socios de un acuerdo de integración se plantea recurrentemente.
¿Hasta donde un país debe considerarse atado en su soberanía
por compromisos de acción conjunta asumidos con otros países?
¿Cuáles son los límites en la obligación formal
que un país tiene de cumplir acuerdos internacionales libremente
pactados?
La cuestión fue un eje principal en el importante discurso del
Presidente Lula ante empresarios argentinos y brasileños en ocasión
de su reciente visita a Buenos Aires. Visita, por lo demás, cargada
de mensajes verbales y simbólicos. Entre los primeros, está
su reiterada afirmación sobre las enormes oportunidades que el
mundo actual ofrece a los dos países -y en general a los sudamericanos-
especialmente en materia de alimentos y a la disposición de su
país de aprovecharlas plenamente. Entre los segundos están,
además de la presencia de empresarios brasileños con crecientes
intereses en la Argentina, el hecho que al día siguiente el carismático
líder brasileño partiera hacia China, una indudable fuente
de tales oportunidades.
Lula planteó la mencionada cuestión en los siguientes
términos: "tenemos que construir los consensos en el límite
de lo posible para andar juntos en el mundo
defendiendo la misma
bandera
pero sin renunciar a la soberanía de cada país
ésta
es intocable". Probablemente el Presidente tenía en mente
lo que había ocurrido días antes en Ginebra. Allí,
previo al colapso de la reunión ministerial que se suponía
debía permitir cerrar con éxito la Rueda Doha, el Brasil
había adoptado formalmente una posición diferente a la de
la Argentina. De hecho, lo que para uno era un acuerdo aceptable para
el otro país era inaceptable. Y la disidencia adquiría importancia
práctica, ya que los compromisos que se hubieren asumido en productos
industriales involucraban al arancel externo del Mercosur. Suponían
por lo tanto, una posición conjunta que incluyera también
a los otros dos socios.
La idea de que hay límites en los comportamientos asumidos entre
los socios de un acuerdo de integración, es algo natural. Los intereses
nacionales respectivos no siempre son compatibles. Ni tienen porqué
serlo. La cuestión es saber, cuando existen diferencias pronunciadas,
cómo se definen los límites en el ejercicio de las respectivas
soberanías nacionales. ¿Por las reglas pactadas? Y en tal
caso ¿quién las interpreta? ¿Cada socio o con la
ayuda de una instancia independiente? O ¿por las relaciones de
poder real? Y en ese caso ¿cómo se protegen los intereses
de los socios de menor poder relativo? Se sabe que si las diferencias
son existenciales -esto es, referidas a la razón de ser o al alcance
de una alianza estratégica-, sería difícil obtener
una solución sólo en el marco de reglas pre-existentes.
Debería lograrse en el plano de lo político o, eventualmente,
redefiniendo la asociación o sus reglas de juego.
No es la planteada una cuestión banal. Hace a la esencia misma
de los compromisos que los países asumen en materia de integración
económica. Si los límites quedan en definitiva librados
a la voluntad soberana de cada país miembro -lo que es algo que
cualquier realista asumiría como normal en las relaciones internacionales-,
la construcción de un espacio de integración que asegure
ganancias mutuas a socios con diferentes dotaciones de poder, podría
ser al menos un tanto dificultosa. Probablemente las ganancias mutuas
no se lograrían. Y además, los inversores percibirían
serias limitaciones en el respectivo acuerdo de integración y preferirían
entonces localizarse en la economía de mayor dimensión.
Concretamente se diluirían los efectos del "seguro contra
el proteccionismo", que son de la esencia de los acuerdos preferenciales
entre países de distintos tamaños, en la conocida expresión
de Fred Bergsten. Sobre todo se erosionaría su legitimidad social.
La ventaja ha sido la franqueza con la que el Presidente Lula planteó
la cuestión de los límites de los compromisos asumidos en
el Mercosur. Sinceró una visión que probablemente siempre
predominó en América Latina en relación a las múltiples
modalidades de acuerdos de integración. Quizás en ella se
encuentre una de las explicaciones de los modestos resultados alcanzados
en la práctica. ¿No residirá allí, además,
una de las razones de las distancias existentes con la experiencia europea?
¿Y no será que la idea de soberanías intocables entra
en colisión no sólo con los compromisos asumidos voluntariamente
en un proceso de integración, pero también con la realidad
del denso entramado de intereses que está generando el fenómeno
de la globalización?
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