La Organización Mundial del Comercio (OMC) está entrando
en la etapa post-Rueda Doha. Será así cualquiera que fueren
los resultados de la reunión ministerial de la próxima semana
en Ginebra.
Si se tiene éxito, se abriría la puerta para concluir las
negociaciones multilaterales antes de fin de año. Luego sería
más difícil lograr la aprobación de sus resultados
por el nuevo Congreso americano. Tener éxito significa precisar
con fórmulas y números el alcance de lo que concederían
y recibirían las diferentes categorías de países.
Implica acordar, además, lo que se exceptuará a través
de flexibilidades que contemplen situaciones diferenciadas y sensibilidades,
especialmente en agricultura y en productos industriales.
Allí reside la esencia de la letra fina que es la que permite
a cada país apreciar lo que, eventualmente, puede ganar o perder
una vez que lo que se negoció se traduzca en aperturas de mercados
y en disciplinas colectivas que inciden en sus políticas comerciales
externas.
Si se fracasa, las posibilidades de retomar estas negociaciones globales
tal como ellas fueron encaradas hasta ahora podrían ser, en el
mejor de los casos, casi nulas. El desgaste de la Rueda Doha concebida
en un mundo distinto al actual -en distribución de poder económico
entre los principales protagonistas del comercio mundial y de incentivos
para otorgar concesiones- hace difícil imaginar que se siga negociando
luego como si nada hubiera pasado. Y torna más inimaginable que
el deterioro que se ha observado en las negociaciones globales, no termine
afectando la eficacia y la legitimidad de la propia OMC.
Es difícil saber desde afuera de las negociaciones cuáles
son las posibilidades reales de que en Ginebra se fracase o se tenga éxito.
En momentos culminantes de toda negociación comercial, se acentúa
el reflejo condicionado de los negociadores a mezclar señales ciertas
y falsas. Incluso a veces lo que se comunica está no sólo
dirigido al respectivo frente interno o a confundir a otros negociadores,
pero también a preparar el terreno para explicar un eventual fracaso.
Es decir, en este caso, para echarle la culpa a los otros de un colapso
de la Rueda Doha, especialmente por las consecuencias políticas
que ello tendría en un mundo que tiende a poner en evidencia alarmantes
signos de lo que podrían ser situaciones de tormentas perfectas.
En cualquiera de los dos casos la etapa Doha estaría llegando
a su fin, o por su éxito o porque se impondría un replanteo
de fondo.
Y al confrontar uno u otro escenario, la Argentina deberá extraer
consecuencias al delinear su estrategia de inserción comercial
externa. No sólo en el plano gubernamental. También en el
de sus empresas -de cualquier tamaño- que serán cada vez
más dependientes de la internacionalización de sus capacidades
para producir bienes y prestar servicios que sean competitivos en los
mercados externos.
Si en Ginebra la semana próxima se logra tener éxito -que
podría incluso ser percibido como relativo y precario- y la Rueda
Doha concluye en plazos relativamente cortos y con resultados razonables
-esto es, un equilibrio aceptable entre lo que los países reciben
y pagan-, la ventaja para el país sería contar con escenarios
más previsibles en cuanto a lo que otorgará y a lo que obtendrá
como contrapartida. Además se beneficiaría de una OMC fortalecida
y de un relativo blindaje del arancel externo del Mercosur, si es que
resulta explícitamente incluido en lo que se negocie para los productos
industriales.
Si por el contrario se fracasa, el escenario comercial externo para el
país sería más incierto, tanto en cuanto a las condiciones
de acceso a mercados apetecibles, como a la solidez de las disciplinas
colectivas que inciden en las políticas comerciales externas. Nos
tocaría navegar un mundo en el que proliferarían aún
más los acuerdos comerciales discriminatorios, sin que necesariamente
tengamos mucho margen para tejer nuestra propia red preferencial con un
alcance global.
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