Carlos Menem y Fernando Henrique Cardoso, una vez más, han sido
claros. El mensaje que envían desde Asunción es que el Mercosur
expresa una alianza estratégica y que es en tal perspectiva que
debe encuadrarse toda disidencia que pueda surgir entre los dos países,
cualquiera que sea su importancia relativa.
Es alianza estratégica pues desde su origen ha sido concebida
en función de cuestiones críticas de las agendas nacionales
de la Argentina y del Brasil. No es la expresión de un juego de
equilibrio regional. No es sólo un instrumento para mejorar el
perfil exportador de los socios. No puede ser entendida sólo desde
el ángulo tradicional de la relación entre Estados-naciones
vecinos. Ni menos aun sólo desde la lógica del bienestar.
Tiene un claro contenido económico. Pero la puesta en común
de los mercados ha sido sólo una palanca para desencadenar la lógica
de integración entre naciones contiguas. Su sentido profundo es
político. Lo mismo ocurre en la integración europea desde
su origen e incluso, en el Nafta.
Ese sentido profundo es el de colocar las fuerzas centrífugas
que naturalmente operan en el relacionamiento entre naciones vecinas -algunas
de ellas manifiestas en la reciente crisis- en la perspectiva más
amplia de intereses comunes de alcance estratégico. Es decir, relacionados
con cuestiones vitales que hacen a la vez a la política, la economía
y la seguridad. Por ello la integración es ante todo una opción
metodológica y cultural, en su sentido amplio. Implica optar por
la moderación, la racionalidad, el diálogo en el abordaje
de los naturales conflictos. Significa encarar diferencias y disidencias
con la actitud de un socio y no de un rival. Requiere de un cambio de
mentalidades y de actitudes. Lleva tiempo. Los profesionales de la diplomacia
tienen que adaptarse a tal cambio. A veces les resulta difícil.
No todos captan el mensaje profundo del liderazgo político, que
a su vez expresa, en el marco de la legitimidad democrática, las
aspiraciones de ciudadanos ávidos de futuro.
De la crisis reciente quedan algunas cuestiones a trabajar. Mal trabajadas
pueden alimentar cursos de colisión entre los socios. La historia
demuestra que no siempre pueden evitarse. Una cuestión importante
es la relación con los Estados Unidos. La visita de Clinton es
una oportunidad para clarificar ideas al respecto. Parece ingenuo imaginar
actitudes conspirativas de Washington. Porque le conviene la estabilidad
regional y un Mercosur con sentido político profundo es el mejor
camino para lograrla. Además, porque no hay evidencias de ningún
plan sistemático. Por el contrario, los críticos de la política
exterior de Clinton resaltan la ausencia de una visión y de una
estrategia en el relacionamiento con América latina. Lo que sí
existen son iniciativas invertebradas, que pueden producir efectos desestabilizantes,
si son procesadas por Brasil, la Argentina y Chile con una metodología
del pasado. Lo del elefante en la cristalería. Si lo dejan suelto.
La otra cuestión que requiere atención especial es la de
la vinculación plena de Chile a un Mercosur no concebido desde
al ángulo limitante de lo económico, pero sí visualizado
en su profundo sentido político. Quizás ha llegado la hora
de una propuesta superadora del Mercosur del Tratado de Asunción,
que a partir de lo mucho ya obtenido y de la experiencia acumulada en
estos años, permita encarar una nueva etapa de un verdadero Mercosur
2000, es decir proyectado al futuro y no sólo limitado a ayudar
a desmantelar el pasado. En tal perspectiva podría insertarse la
relación con los Estados Unidos en el trián conformado por
la relación con Europa. Muchos factores externos, que producen
de hecho efectos de desestabilizadores en el Sur de las Américas,
podrían entonces ser domesticados. En tal triángulo, explicitado
como marco de cooperación y de confianza, algunas cuestiones pendientes
de la política exterior de la Argentina, como es el caso de las
islas del Atlántico Sur, podrían ser mejor encaradas con
perspectivas de éxito.
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