Entre la Argentina y Brasil existe una relación inevitable. Se
funda en la
geografía, la historia, los mercados. Podría estar signada
por el conflicto,
la desconfianza y los celos. Pero se optó por una relación
de confianza,
intereses comunes y visiones compartidas de un lugar en el mundo.
El genio político, intérprete de fuerzas profundas, ha orientado
en ese
sentido la relación bilateral en los últimos diez años.
En el pasado, fue la
visión de estadísticas como Federico Pinedo y Arturo Frondizi.
Ha sido el
aporte de Raúl Alfonsín y luego de Carlos Menem. Percibieron
claramente que la
única opción racional era trabajar para construir un relacionamiento
recíproco
orientado a crecer, competir y negociar en un mundo inhóspito para
solitarios.
Tuvieron en Tancredo Neves, José Sarney, incluso en Fernando Collor
e Itamar
Franco, pero sobre todo en Fernando Henrique Cardoso, contrapartes que
no sólo compartieron, sino que estimularon en su país la
visión del trabajo común
entre las dos naciones.
Los fantasmas del pasado, muchas veces nutridos en realidades, aún
existen. Reaparecen de tanto en tanto. Pero gradualmente se han ido desmantelando
los arsenales de la rivalidad. La ratificación por Brasil del Tratado
de No Proliferación agrega un elemento clave al olvido de reflejos
del mundo de las desconfianzas.
Más allá de la economía, el Mercosur simboliza una
relación recíproca basada en la idea que compartir recursos
y mercados, limitar los reflejos condicionados al unilateralismo y generar
gradualmente disciplinas colectivas, es la forma racional y madura de
encarar desafíos y oportunidades del mundo del fin de siglo. No
implica desconocer diferencias, ni siquiera conflictos de intereses y
de puntos de vista. Implica, como en los años setenta propusimos
con Celso Lafer, colocarlos en la perspectiva amplia de una idea común
sobre la inserción en el mundo.
La visión política de los Presidentes es condición
necesaria pero no suficiente para una arquitectura de integración
entre naciones vecinas. Una arquitectura que trascienda a flujos de comercio
y paridades cambiarias, por más importantes que ellos sean para
la salud de una relación constructiva de ganancias mutuas. Se requiere
también la labor diaria, a veces silenciosa, siempre delicada,
de los que encarnan la diplomacia de integración. Los de raza son
constructores. Practican sistemáticamente el arte de defender los
intereses nacionales, buscando a la vez, con conocimiento, respeto e incluso
pasión por el otro, lo que une más allá de lo que
separa. Tienen ojo clínico para distinguir lo deseable de lo posible.
No son improvisados. Son permanentes. Sus nombres no se olvidan fácilmente.
Suelen ser figuras que, como en la Argentina, para mencionar paradigmas,
Carlos Muñiz o Lucio García del Solar, han dedicado su vida
a la cosa pública y a entender las relaciones entre naciones.
Marcos Castrioto de Azambuja pertenece a esa estirpe. Se va rodeado de
una admiración, cariño y respeto, difícilmente alcanzados
por otro diplomático extranjero en el país. Como embajador
del Brasil contribuyó con fervor a la construcción de la
alianza estratégica bilateral y del Mercosur. Cuando fue necesario
defendió duramente lo suyo. Eso es lo natural. Pero lo hizo siempre
con la calidad de un amigo y con la lealtad de un socio.
También ha acertado el Gobierno cuando designó a Jorge
Hugo Herrera Vegas como embajador en Brasilia. Conoce a fondo al Brasil
y a su gente. Es un profesional dedicado que goza buscando opiniones e
ideas en todos los que las pueden aportar. Ha hecho del Mercosur no una
religión, pero sí una oportunidad para el desarrollo de
democracias cohesionadas, abiertas al mundo, optimistas, sin mufas ni
miedos.
En la relación bilateral se está pasando de la etapa más
simple de generar interdependencia, a la más compleja de administrarla.
La agenda de negociaciones económicas tiene temas complejos, como
los del régimen automotriz, la inclusión de los servicios
y las compras gubernamentales a las normativas del Mercosur, la restricción
de comportamientos unilaterales contrarios a lo pactado, la conciliación
de necesarias y múltiples alianzas externas. Es una agenda que
requerirá la difícil combinación de genio político
y visión estratégica, con diplomacia profesional de estirpe.
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