La cuestión de la credibilidad internacional de la Argentina es, y seguida siendo, un eje central de nuestra política exterior. Lo es para cualquier país que aspira a ser percibido como protagonista significativo de las relaciones internacionales, globales o regionales. Lo es mas, si tal país pretende ser percibido como protagonista responsable, es decir que, con su comportamiento, impulsa mas a las fuerzas que llevan a la anarquía y al desorden. Y lo que es mas aun, si en el pasado ha sido percibido desde el exterior como un país de discontinuidades, cambios bruscos, en fin, imprevisibles.
En tal perspectiva, buena parte de la acción diaria de una Cancillería moderna, de cualquier país que aspire a un protagonismo responsable, esta orientada hoy en día a cultivar ante gobiernos y opiniones publicas de otros países, la imagen de que sus objetivos y políticas, sus instituciones y reglas de juego son confiables, es decir que se pueden tomar en serio y que se puede actuar en función de ellas. Pero tal tarea solo puede tener éxito, si efectivamente esta sustentada en realidades domesticas y en comportamientos externos acordes con la imagen que se quiere transmitir. La credibilidad es una consecuencia de tales realidades y comportamientos concretos, y una condición necesaria para ser aceptado como un par, por las democracias Industrializadas, es decir los países mas avanzados. Se logra a través de los años. No es resultante de ninguna campaña de “imagen” ni del solo esfuerzo de hacer las cosas bien durante un corto periodo.
La credibilidad en las señales que un país emite al resto del mundo –con gestos y palabras de sus lideres sociales, y con la calidad y la estabilidad de sus políticas, de sus reglas de juego y de sus instituciones-; se traduce entonces a través del tiempo en una imagen de previsilidad en sus comportamientos. En ella más importante aun en periodos de grandes mutaciones internacionales, como lo es el actual. El presidente Bus, poco después de la caída del muro de Berlín, sostenía que “la inestabilidad y la imprevisibilidad” serian en adelante el peor enemigo de los Estados Unidos. Definía, con aciertos, los rasgos centrales de un escenario internacional de transmisión desde un estado de orden mundial relativo –el de la guerra fría- hacia una nueva forma de ordenar las relaciones entre naciones –lejos aun de haberse logrado- La incertidumbre es el rasgo dominante de los periodos que, con razón, Stanley Hoffman definió una vez como “revolucionarios, por contraposición a los periodos estables en los que existen principios y reglas de juego, incluso instituciones, que los protagonistas consideran legítimos y que restringen en su comportamiento, la natural propensión a la anarquía internacional, es decir, al sólo predominio de la voluntad nacional.
La previsilidad en los comportamientos de un país, basada en la credibilidad que tienen –por su calidad y solidez- las señales que emiten su gobierno y sociedad, es esencial en la relación a dos cuestiones centrales de la agenda internacional de este fin de siglo: la primera, es la de la competencia global por atraer inversiones para aumentar la capacidad para la producción eficiente de bienes y servicios , para el acceso efectivo a los mercados de alto nivel de consumo; La segunda, es la de la capacidad para controlar la producción de armas nucleares y a sus portadores, sean estos últimos mísiles o terroristas. En torno de ambas cuestiones se articula la principal tensión entre la lógica de la desintegración y la lógica de la integración en el mundo actual, de cuya evolución depende la futura alternancia entre guerra y paz, y las posibilidades reales de estabilizar un nuevo orden internacional.
Para la Argentina estas dos cuestiones son vitales. La primera, pues el flujo de inversiones –especialmente de inversiones directas y del progreso tecnológico es condición fundamental para llevar adelante el triple proceso en que estamos inmersos, de consolidación de la democracia, de transformación productiva y de inserción compensativa en la economía global. Los capitales hoy están atraídos por muchas oportunidades de inversión que se abren en todas las latitudes. Casi sin excepción, todos los países del mundo están tratando de convencer a los inversores y a quienes poseen tecnología de producción y de organización, que el suyo es el que les ofrece el mejor hábitat, en términos de estabilidad, seguridad jurídica y estabilidad, y en términos de acceso a los demás mercados. Es la imagen de “concurso de belleza” a la que se ha referido Michel Camdessus. Esta es una de las principales fuerzas motoras detrás del fenómeno de los bloques económicos y los mega-mercados, tales como el de la Unión Europea, el del NAFTA, el de nuestro MERCOSUR, y los mega-mercados del Este Asiático. El sentido profundo de los actuales procesos de integración económica y de libre comercio, es agregar mercados para mejor negociar y para mejor competir, especialmente en la atracción de competidores globales –empresas que cualquiera que sea su tamaño actúan con una visión de alcance global en la producción de bienes y en prestación de servicios-. Es un sentido económico por cierto, pero es sobre todo un sentido político, pues responde a la percepción de la masa crítica mínima de recursos de poder económico que se requiere en un mundo globalizado, para ser reconocido por los demás protagonistas como un actor significativo de las relaciones internacionales contemporáneas. LA metodología para agregar mercados puede varia. Incluso puede ser poco formal, como es en el caso del Asia del Este. Lo que no cambia es el sentido estratégico y el significado político.
La segunda es importante, por un lado, por haber desarrollado la Argentina en las últimas décadas, una relativa capacidad tecnológico en el campo nuclear y misilístico, y por el otro, por el hecho de que los salvajes atentados a la Embajada de Israel y luego a la AMIA, nos confrontan a la realidad de estar, a la vez, en el área de juego de uno de los conflictos potencialmente más peligrosos de este fin de siglo, que es el originado en el choque cultural que plantean los fundamentalismos religiosos, y en terreno propicio para cualquier aventura futura de escalada tecnológica en el terrorismo mundial.
Un mínimo de realismo nos debe llevar a la conclusión, como comunidad nacional, de que en torno a estas dos cuestiones deberá articularse en el futuro inmediato, nuestra reflexión y nuestra praxis en el campo de las relaciones internacionales. Es este un gran tema para un necesario debate nacional, que involucre tanto a quienes tienen responsabilidad de gobernar, como a quienes son circunstancialmente oposición. Pero sobre todo, debe involucrar activamente a las instituciones de la sociedad civil, especialmente las académicas, empresariales, sindicales y políticas.
Por mucho tiempo, nuestro país cultivó la imagen de una especie de “maverick” internacional. Su comportamiento interno e internacional, carecía de suficiente previsibilidad. No éramos creíbles, sobre todo porque éramos muchas veces imprevisibles y no lo reconocíamos. Probablemente, el origen de tal comportamiento está en el estado de perplejidad que produce en nuestra sociedad el fin de su relación especial con el Imperio Británico. El debate nacional sobre el pacto Roca–Runciman es un ejemplo.
La ambigüedad de nuestro comportamiento en relación a la Segunda Guerra Mundial afectó por mucho tiempo a la credibilidad argentina, especialmente en la perspectiva de quienes resultaron vencedores. La percepción en muchos era que habíamos apostado a una eventual paz germánica. Contribuyó ello, junto con razones más profundas e históricas, a la difícil relación que tuvimos desde entonces con los Estados Unidos. En los años más recientes, entre otros factores, la inestabilidad política con sus consecuencias en la perversa ecuación subversión-represión; la evolución del conflicto del Atlántico Sur y sus secuelas; la indisciplina macroeconómica y luego la hiperinflación, y el episodio del Cóndor, contribuyeron a aumentar en el exterior la imagen de un país poco confiable, poco creíble y poco previsible.
Mucho se ha avanzado en los últimos años en el desarrollo de nuestra credibilidad y previsibilidad internacional. Entre otros factores, han contribuido a ello. La gradual consolidación de la democracia del Estado de Derecho, iniciada con el gobierno del presidente Alfonsín y continuada luego con el del presidente Menem, la política económica a partir, especialmente del Plan de Convertibilidad, y sus efectos en la reconstrucción de instituciones básicas para el funcionamiento de una economía de mercado, en particular la moneda, el crédito y el presupuesto, la política de integración económica con el Brasil en el MERCOSUR y con Chile, y los acuerdos que en materia nuclear se han desarrollado con el Brasil como parte de una política más amplia y racional en el campo nuclear, de los armamentos y misilística. Son hechos que alimentan la noción de un país más proclive a la disciplina que al voluntarismo.
Creo que la tarea no está aún completa. Quizás nunca se termine. Quizás lo esencial es reconocer que mantener la credibilidad internacional en nuestra comunidad nacional y la previsibilidad en su comportamiento interno y externo, es una tarea permanente que nunca concluye. Es tan dinámica como la realidad misma. Se renueva al menos con cada cambio generacional.
El tomarla como una cuestión central de un gran consenso social nacional es, en mi opinión, la condición necesaria para su sustentabilidad en el tiempo. La credibilidad internacional no es tarea sólo de un gobierno, sino de la sociedad en su conjunto, que incluso con el comportamiento individual de sus miembros en el exterior, como comerciantes, turistas, profesionales, deportistas, contribuyen a fijar para bien o para mal, una imagen sobre la solidez de nuestros valores, nuestra palabra, nuestras pautas para competir.
El de la credibilidad internacional es entonces uno de los grandes desafíos para nuestra democracia. Se alimenta en ella y la sustenta. Sólo en una realidad de legitimidad democrática y de cohesión social es posible enviar al mundo señales creíbles sobre nuestra aspiración de protagonismo responsable. Es tanto más necesaria, cuanto que existe en el mundo una “memoria colectiva” sobre nuestros comportamientos del pasado. Como en el caso del alcoholico o del drogadicto, no es suficiente la sola voluntad de cambiar. A la luz de los problemas planteados recientemente por la crisis financiera expuesta por la súbita devaluación del peso mexicano, Jorge Castro señalaba con razón en un artículo de El Cronista, que nuestro problema no era tanto el diferenciarnos de México, sino el diferenciarnos de nuestro pasado. Y en el mismo sentido, a finales de 1993, un informe sobre las inversiones europeas en la Argentina, producido por el Club Europa–Argentina, los inversores afirmaban que “hoy puede sostenerse con sólidos argumentos que la pasada trayectoria económica de la Argentina, con su marcada indisciplina fiscal y fuerte inflación crónica, ha sido superada. Pero es natural que la inversión –local y extrajera– sea muy sensible a cualquier indicio que pueda evocar un retorno a un comportamiento fiscal con rasgos similares a los del pasado”.
Es entonces la perdurabilidad del esfuerzo interno de disciplina económica, alimentada en hechos concretos, la que conduce a un cambio profundo en las percepciones externas sobre el comportamiento previsible de un país que ha sido visto como un “maverick”. Incluso la sobreactuación puede ser contraproducente, pues paradójicamente puede alimentar la sospecha de que así como un día se adoptan los comportamientos exagerados propios del converso, luego pueden sucederse otros bruscos cambios de timón y vueltas de péndulo. La “quema de naves” no siempre es creíble en el plano internacional cuando ella puede ser percibida como la actitud de un gobierno, y no necesariamente la de una sociedad en su conjunto.
Cuatro condiciones parecen necesarias para lograr la consolidación de nuestra credibilidad como protagonistas responsables de un sistema internacional que aspire al triunfo de la lógica de la integración y la paz, frente a la de la desintegración y la guerra.
En primer lugar, se requiere mejorar sustancialmente nuestra capacidad nacional para diagnosticar la evolución probable de las relaciones internacionales futuras. En efecto, muchos de nuestros problemas en el pasado se han originado en marcados errores sobre las fuerzas profundas que estaban operando en la realidad internacional, especialmente en el mundo de las grandes potencias. Tales errores condujeron a comportamientos voluntaristas que asumieron, a partir de una insuficiente inteligencia del entorno externo, que los acontecimientos iban a evolucionar hacia donde nosotros pensábamos que lo harían. En un mundo en profundo proceso de cambio revolucionario, lo esencial es adoptar la mentalidad, la dinámica y la actitud de un cazador de “blanco móvil” y no la de un cazador de “blanco fijo”. Esta última, propia muchas veces de nuestra cultura política internacional, nos lleva a reconocer los cambios sólo cuando ellos ya han producido sus efectos irreversibles. Un ejemplo fue el hecho de que mantuviéramos más allá de sus posibilidad, y de lo conveniente, la política de sustitución de importaciones, producto lógico del mundo de la última postguerra, pero completamente inadecuada a partir del surgimiento en las décadas de los setenta del fenómeno de los “tigres asiáticos”. Podríamos volver a cometer similar error histórico ahora, si persistiéramos en un insuficiente diagnóstico de la evolución internacional (que no es por definición, la misma de ningún otro país), la lógica de la globalización y la de la tensión integración-desintegración mundial que se está desarrollando a partir del fin de la primera etapa, que concluyera con la Guerra del Golfo. Por ejemplo, creer en que más allá del campo estratégico militar y nuclear, el mundo tiende a ser unipolar, podría significar desconocer la tendencia creciente a un marcado multipolarismo de la competencia en el plano económico y tecnológico, así como su significado para la propia evolución futura de la competencia en el plano estratégico militar.
En segundo lugar, parece fundamental partir en cualquier análisis de la realidad internacional de un correcto diagnóstico sobre nuestras necesidades y sobre las posibilidades que nos brinda el mundo que nos rodea. Celso Lafer ha sostenido, con razón, que la política exterior implica conciliar necesidades internas con posibilidades externas. Errores de apreciación sobre una u otra pueden ser la mejor fórmula para el voluntarismo internacional, aun cuando estuviere expresado en la retórica del realismo.
Ello implica tener una clara apreciación de nuestra real situación internacional. Debe partir de un reconocimiento a) nuestra situación geográfica en relación con las principales líneas de tensión en el plano estratégico–militar b) nuestra posición en la estratificación internacional que las principales potencias efectúan del resto del mundo, en términos de seguridad, de mercados y de valores, lo que determina nuestro “grado de prescindibilidad” para los protagonistas más significativos de la competencia por el poder mundial, y c) nuestra dotación de recursos de poder, que determina nuestra capacidad para influenciar acontecimientos, o para incidir en la definición de reglas de juego que afectan nuestra capacidad para negociar y competir en el mundo, o para producir represalias frente a comportamientos unilaterales arbitrarios de otros países que puedan ser contrarios a nuestros intereses nacionales.
Precisamente errores de apreciación en cualquiera de estos tres factores, pueden explicar una tendencia natural que se ha observado en nuestra política exterior a través de las últimas década, que es la de sobreactuar pretendiendo ser protagonistas más significativos que lo que en realidad somos. Tal “síndrome de país importante” ha sido una de las principales fuentes de deterioro de nuestra credibilidad internacional. La proporcionalidad en la política exterior –adecuación entre medios disponibles y fines perseguidos– es una cualidad que se requiere ser reforzada en el futuro.
En tercer lugar, es necesario reconocer que la credibilidad internacional es sobre todo producto de la imagen de estabilidad y cohesión interna que tiene una determinada comunidad nacional. Especialmente en el campo de la competencia por las inversiones, la disciplina fiscal y la estabilidad macro-económica, aparecen como condición esencial para motivar a los inversores. Este es el plano donde más hemos avanzado en los últimos años con respecto a períodos anteriores. Nadie toma en serio un país inestable y con alta inflación. Sobre todo si además es marginal desde un punto de vista estratégico-militar.
Finalmente se requiere que la credibilidad internacional se sustente en un comportamiento interno y externo de respeto a las reglas de juego, es decir, en la seguridad jurídica. La idea de una convivencia interna y de una política exterior, orientadas por normas jurídicas originadas en la legitimidad democrática y por instituciones capaces de dotarlas de efectividad, es en la perspectiva de las democracias industrializadas un elemento crucial para distinguir a los “miembros del club”. Es la mejor garantía contra los voluntarismos, las heterodoxias, los caprichos, las indisciplinas, que, a falta de otros criterios objetivos, son considerados –casi por instinto– por los protagonistas responsables de las relaciones internacionales, como la mejor manera de reconocer que alguien no es de su misma especie.
La credibilidad internacional es una cualidad que nuestra política exterior –incluyendo obviamente su dimensión económica– y su diplomacia deberán seguir cultivando y profundizando en forma permanente, sustentándola en las realidades domésticas y en una percepción más refinada de las internacionales. Requerirá de un creciente profesionalismo en el ejercicio de la diplomacia, respetado por las instancias políticas y legitimado por el comportamiento concreto de diplomáticos modernos y de gran calidad técnica. Pero requerirá sobre todo, de una toma de conciencia en toda nuestra sociedad, acerca del valor que tiene el ser percibidos por el mundo que nos rodea como una comunidad respetuosa de sus compromisos y de su palabra, y ansiosa de contribuir con hechos concretos a un orden internacional de paz basada en el Derecho. |