No son lineales ni fáciles de recorrer. No conocen mapas detallados.
Cuanto más, hojas de ruta. Por ello, los caminos que conducen a
la integración entre naciones que comparten una misma región
se parecen a senderos de montaña.
Bordean precipicios, tienen obstáculos imprevistos y no siempre
permiten alcanzar la meta inicial. Por cierto que no son autopistas iluminadas
hacia la prosperidad. No excluyen conflictos ni profundos retrocesos;
incluso, el fracaso. No reflejan modelos teóricos ni utopías
románticas. Menos aún ideologías.
Son obra de la combinación de visión política, de
incentivos e intereses concretos, de relaciones de poder, de creatividad
y solvencia técnica. Responden a factores que no siempre se reproducen
en otras regiones.
Es quizá la principal lección de cincuenta años
de integración europea, tras la firma del Tratado de Roma el 25
de marzo de 1957. Lejos están de haber alcanzado un punto de no
retorno. Quizás nunca lo alcancen. Incluso hoy debaten sobre cómo
continuar con más países miembros y un nuevo contexto global.
Intuyen por memoria histórica lo que puede ocurrir si retroceden
mucho. Y saben que el mundo de hoy tiene poco que ver con el de 1957.
Como tampoco lo tiene, en el caso del Mercosur, con el de 1986 o 1991.
Tres son los productos principales de estos largos años de integración
europea: reglas, redes y símbolos.
- Reglas que pueden penetrar en la realidad. Encuadran el trabajo conjunto
permanente entre los países socios y conforman el acervo comunitario,
núcleo duro de compromisos que balizan el camino para quienes
operan en el mercado integrado y protegen los intereses de todos los
socios, especialmente los de menor dimensión.
- Redes de todo tipo -no sólo empresarias- que constituyen el
tejido de intereses sociales que sustentan al proceso de integración.
Son las solidaridades de hecho que imaginó Jean Monnet.
- Y símbolos -bandera, euro, pasaporte, carril en los aeropuertos,
patente de vehículos, entre otros- que son puntos de referencia
que vinculan a los europeos con el proyecto común.
Son tres productos entrelazados que generan razonables expectativas de
evitar el fracaso de la idea fundacional. Tener claro que ellos son la
esencia de un proceso voluntario y permanente de integración entre
naciones soberanas es quizás otra lección que se puede extraer
de esta experiencia europea en relación con el aún embrionario
Mercosur.
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