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       Todo deportista lo sabe. Una cosa es competir entre amigos, en el club 
        del barrio o de pueblo chico. Otra distinta es pasar del cabotaje a las 
        ligas mayores. Quienes llegan al Mundial de Alemania o a Roland Garros 
        son quienes han hecho un culto de la excelencia. Por ello dominan el arte 
        de competir en escala global.  
      No ocurre algo distinto con la competencia económica global. Enrique 
        Iglesias, ex presidente del BID, presentaba en forma clara la esencia 
        de la globalización a partir de sus efectos sobre quienes producen, 
        en nuestros países, bienes de todo tipo: "Nadie quiere comprar 
        caro y malo lo que ahora es factible conseguir bueno y barato", decía. 
       
      Los consumidores operan hoy en un mercado global en tiempo real. Cualquier 
        chico sabe, viendo la televisión, lo que se produce y consume en 
        el mundo. La revolución de la informática y de las telecomunicaciones 
        -simbolizada en el celular- ha cambiado gustos y expectativas de millones 
        de consumidores. La incorporación de China, la India, Rusia y ahora 
        Vietnam a la competencia económica global puso la mayúscula 
        a la palabra "revolución". 
      Entender esto es simple. Practicarlo es otra cosa. Implica un cambio 
        cultural. Su esencia es hacer de la calidad una obsesión. En todos 
        los niveles de una sociedad. Incluyendo el gobierno, la familia, la escuela 
        y los medios de comunicación. Y también en los bienes que 
        se producen y en los servicios que se prestan. 
      La competitividad-precio es importante a la hora de llegar a un mercado 
        externo. Pero la competitividad-calidad es esencial si se quiere permanecer 
        en la góndola o en las bocas de expendio que abastecen a consumidores 
        exigentes y con opciones. 
      En tal sentido, premios como el que otorga este suplemento de Comercio 
        Exterior son estímulos para hacer de la calidad el vector principal 
        de la inserción productiva argentina en el mundo -tanto en bienes 
        como en servicios-. Pero es sólo una contribución pequeña 
        al fenomenal esfuerzo que tenemos que hacer los argentinos para asegurar 
        una presencia sustentable y permanente en los mercados mundiales. Es la 
        que vale. 
      En estos días todos estaremos en clave Mundial de Alemania. Es 
        una oportunidad para instalar un debate profundo sobre la cultura de la 
        calidad en el arte de competir. Como en el fútbol, tomaremos conciencia 
        de que llegar al mundo de primera implica un esfuerzo sostenido en toda 
        la cadena de valor. Desde la materia prima hasta el producto diferenciado 
        y el acceso a la boca de expendio. 
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