Tal como lo había anticipado en ocasión de la Octava Conferencia
Ministerial, en diciembre pasado, el Director General de la Organización
Mundial del Comercio anunció el pasado 13 abril la creación
de un Grupo de Reflexión de la OMC sobre el futuro del comercio
internacional. Según señaló al efectuar su anuncio,
este grupo está compuesto de expertos procedentes de todo el mundo
y de casi todas las ramas de actividad. Sus tareas concluirán a
principios del año próximo tras realizar periódicas
reuniones de trabajo (ver al respecto el comunicado de prensa n° 659
del 13 de abril de 2012, en http://www.wto.org/).
Al efectuar su anuncio, Pascal Lamy señaló que "las
dificultades a las que la OMC y otras muchas instituciones multilaterales
han tenido que hacer frente en los últimos años son prueba
indiscutible de que las soluciones de ayer no son aplicables a los problemas
de hoy". Y agregó que se supone que el análisis encomendado
al grupo "impulsará el debate y propiciará nuevas formas
de pensar en la mejor manera de superar los obstáculos con que
tropezamos colectivamente debido a la rápida evolución del
mundo actual.".
Se trata entonces de una iniciativa oportuna y necesaria, especialmente
teniendo en cuenta los riesgos existentes de que en el futuro se pudiera
producir un distanciamiento entre la OMC -y sus reglas- y el funcionamiento
real del sistema comercial internacional. Modalidades innovadoras y sutiles
de defensa de los respectivos mercados nacionales, y una marcada tendencia
a la proliferación de acuerdos comerciales preferenciales con efectos
discriminatorios -también innovadores y sutiles- para los países
que no son miembros, son algunos de los factores que eventualmente pueden
contribuir a tal distanciamiento. Ello puede ser así, sobre todo
teniendo en cuenta la ambigüedad en la redacción de algunas
de las reglas de juego (como por ejemplo las del artículo XXIV,
8 del GATT-1994) que fueran concebidas para un mundo radicalmente diferente
al que está emergiendo en estos tiempos.
En tal sentido, en una oportunidad anterior hemos señalado que
"la capacidad de adaptación a nuevas realidades que inciden
sobre sus objetivos, funciones y razones de existencia, es una de las
condiciones para la vigencia, eficacia y legitimidad social de un régimen
internacional institucionalizado, sea éste de alcance global o
regional. Implica la oportuna adecuación de sus reglas, instrumentos
y procesos de producción normativa, a los continuos cambios que
se van produciendo en el contexto en el que ellas operan y, en especial,
en la distribución de poder entre los países que son parte
del respectivo sistema. Ello es más necesario aún si es
que, como está ocurriendo en la actualidad, tales cambios son estructurales
y profundos. Es decir, que son aquellos que en términos históricos
merecen el calificativo de revolucionarios. Marcan un claro antes y después
en la evolución del sistema internacional. Al hacerlo, pueden tornar
obsoletos conceptos, paradigmas y, sobre todo, instituciones y reglas
de juego" (ver
al respecto este Newsletter del mes octubre de 2011).
Agregábamos que, en el caso de la OMC, se requiere de un diagnóstico
compartido entre los países miembros sobre cuáles son las
deficiencias o insuficiencias más relevantes del sistema de reglas,
disciplinas colectivas y mecanismos de negociación de la OMC. Y,
en especial, se requieren propuestas realistas sobre cómo superarlas
a través de cambios graduales, esto es, de una especie de metamorfosis
sistémica. De allí que sugiriéramos a tales efectos
que, como resultado de la Octava Conferencia Ministerial -que iba a realizarse
en diciembre de 2012-, un paso en la buena dirección fuera el encomendar
"un informe a un grupo de expertos de alto nivel y de notoria experiencia
práctica en las relaciones comerciales internacionales".
Sin embargo, algo que alertábamos entonces mantiene toda su validez
tras el reciente anuncio de Pascal Lamy. Y es que tal iniciativa sería
positiva "a condición que no se repita la experiencia que
se viviera con el informe Sutherland, que a pesar de la riqueza de su
contenido nunca se produjo un seguimiento de sus conclusiones. Quedaron
en los archivos" (ver el texto completo en español del informe
de la comisión presidida por Peter Sutherland, titulado "El
futuro de la OMC: Una respuestas a los desafíos institucionales
del nuevo milenio", publicado en Ginebra 2004, en: http://www.wto.org/).
En nuestra opinión, una iniciativa como la anunciada por Pascal
Lamy para la OMC, podría también tener mucho sentido en
el caso del Mercosur (ver a este respecto nuestro análisis en el
Newsletter
del mes de febrero 2012). Quizás la próxima del Cumbre
del Mercosur, a realizarse en el mes de junio bajo la Presidencia temporal
de la Argentina, sea una oportunidad para lanzar la idea de un grupo de
tareas de muy alto nivel -por ejemplo presidido por un ex Presidente de
uno de los países miembros- que pudiera presentar en la siguiente
Cumbre, a realizarse en diciembre próximo durante el período
de la presidencia temporal del Brasil, un informe con propuestas concretas
y también realistas, sobre cómo adaptar el Mercosur a las
nuevas realidades globales y regionales, asegurándose así
la continuación de una construcción que requiere -para no
diluirse- de la actualización de sus métodos de trabajo
y, en especial, de la precisión de sus horizontes de futuro.
Un ejercicio de tal alcance podría contener un diagnóstico
y propuestas referidas a cuestiones metodológicas que son relevantes
para la preservación de la solidez en la dimensión existencial
del Mercosur. Esto es, referidas a sobre cómo continuar el trabajo
conjunto entre las naciones que han decidido sumar sus esfuerzos en un
proyecto común, de tal forma que no se acentúe una tendencia
que por momentos aflora, a cuestionar la propia existencia del Mercosur
como un emprendimiento regional viable. El debate que se observa al respecto
-por ejemplo en Uruguay- está indicando que tal tendencia es real.
El acrónimo Mercosur permite desdoblar el diagnóstico necesario
en tres planos que son susceptibles, a la vez, de un abordaje por separado
y simultáneo. El primer plano se refiere a un espacio, el segundo
a una idea estratégica y el tercero a un proceso.
Como espacio común (sea geográfico, político, económico,
cultural), Mercosur presenta un cuadro de geometría variable en
sus respectivos espacios. Se refleja incluso en el origen de la palabra.
En efecto, hasta último momento en la preparación del texto
que sería inicialado por los negociadores, el artículo primero
se refería a un Mercado Común del Cono Sur. A propuesta
del negociador brasileño se eliminó la palabra "Cono".
Quedó abierto a un potencial alcance sudamericano, luego también
plasmado en la UNASUR. Incluso en algunos casos se ha señalado
que, como espacio económico, el Mercosur es una red de unas veinte
grandes ciudades que se extiende entre Belo Horizonte, Sâo Paulo
y Rio de Janeiro, en el norte y Montevideo, Buenos Aires y Santiago de
Chile, en el sur. Al menos, años atrás se entendía
que tal red era la que concentraba más del 70% de la población
con mayor nivel de ingreso económico, así como la producción
de bienes y de servicios de la región. Y por sus efectos de irradiación,
puede considerarse que el espacio político del Mercosur se proyecta
a toda Sudamérica, como un núcleo duro de la paz y estabilidad
democrática de la región.
Como idea estratégica, Mercosur refleja la vocación de
trabajo conjunto entre naciones que comparten un espacio geográfico,
logrando que la cooperación contrarreste tendencias a la fragmentación.
Refleja, asimismo, la voluntad de colocar los objetivos de desarrollo
económico y social de países democráticos, en una
matriz común de gobernabilidad regional, que facilite la integración
productiva y potencie la capacidad para negociar en el plano de las relaciones
comerciales internacionales, con otras naciones o bloques económicos.
Como proceso, a su vez, Mercosur es el nombre de un sistema de objetivos,
instituciones y reglas de juego orientados precisamente a concretar en
el tiempo la idea estratégica entre las naciones que comparten
espacios de geometría variable.
La experiencia acumulada desde su creación en 1991 -y aún
desde antes, si se toma en cuenta el período de integración
bilateral entre la Argentina y el Brasil, detonado entre 1985 y 1986 por
la visión de los Presidentes Alfonsín y Sarney- permitiría
constatar que como espacio común y como idea estratégica,
el Mercosur ha mantenido -y mantiene aún-, su vigencia. Es difícil
cuestionar la pertenencia de sus países miembros a un "barrio",
y también lo es poner en duda las ventajas para todos de que en
él predominen la paz y la estabilidad política, y la voluntad
de trabajar en forma cooperativa.
Sí en cambio, parecería que las mayores insuficiencias
se presentan cuando se evalúa la calidad del Mercosur como proceso
orientado a lograr objetivos comunes y que sean funcionales a los intereses
nacionales de cada uno de los países socios. Deficiencias en los
mecanismos de concertación de intereses nacionales, precariedad
de las reglas de juego, disonancias en las respectivas políticas
económicas, son algunos de los rasgos que inciden en las apreciaciones
que, entre otros, ciudadanos, empresarios y trabajadores, analistas y
terceros países efectúan sobre la calidad del proceso denominado
Mercosur.
Tales apreciaciones son más complejas cuando quienes las efectúan
son aquellos llamados a concretar inversiones productivas en función
del mercado ampliado por las reglas del proceso. En un contexto de marcadas
diferencias de potencial económico relativo entre los cuatro socios,
el efecto inversiones productivas de un Mercosur de baja calidad, tiene
una connotación política notoria, cuál es el que
sean menos los ciudadanos de los respectivos países que puedan
correlacionar el proyecto común con sus fuentes de empleo, con
sus niveles de bienestar y con sus horizontes de futuro.
En la adaptación del Mercosur a las nuevas realidades globales
y regionales -ejercicio similar al que por su lado están desarrollando
hoy los países miembros de la Unión Europea y al que tendrán
que hacer los países que integran la OMC, quizás impulsados
por los del G20- se cuenta hoy con algunas ventajas. Una de ellas es la
experiencia de más de veinte años de construcción
institucional y de trabajo conjunto. La otra, es que muchos paradigmas,
modelos y fórmulas para integrar países en un espacio común,
a veces concebidos casi como dogmas religiosos, hoy se están tornando
obsoletos por la velocidad y profundidad de los cambios que se están
operando en el sistema internacional y, en particular, en la competencia
económica global.
Ello facilita encarar la adaptación del Mercosur aprovechando
al máximo el principio de "libertad de organización"
-que, entre otros, planteara años atrás el internacionalista
italiano Angelo Piero Seregni- en la definición de los objetivos
y mecanismos que se empleen en el trabajo conjunto de las naciones que
comparten un determinado espacio físico y objetivos estratégicos.
Las limitaciones a tal principio, derivan de la interpretación
prevaleciente sobre los propios intereses nacionales y de los respectivos
ordenamientos jurídicos de cada país; de los otros compromisos
internacionales asumidos -por ejemplo, en el ámbito de la OMC-,
y de los objetivos comunes y los tiempos que se asignen para el desarrollo
de la idea estratégica del trabajo conjunto. Claro está
que también inciden los activos acumulados en los años de
vigencia del Tratado de Asunción, el que por cierto es suficientemente
amplio como para permitir muchas modalidades de adaptación en el
cumplimiento de sus objetivos fundacionales.
Tres conceptos sin embargo requerirán ser revisados, si es que
se quieren evitar rigidices contraproducentes al momento de concertar
los intereses nacionales en juego en torno a la futura construcción
del Mercosur, en particular, teniendo en cuenta las asimetrías
de poder relativo y de dimensión económica existentes entre
los países miembros.
Uno de es el propio concepto de integración. Por momentos suele
predominar una visión monista que lleva a imaginar la resultante
del proceso como la creación de una nueva unidad política
o económica en el sistema internacional. Parece más recomendable,
por el contrario, una visión que destaque, por el contrario, la
integración como una pluralidad de Estados que comparten, sin perder
sus respectivas soberanías, objetivos e instituciones comunes.
En tal caso los elementos centrales del concepto de integración,
se referirán a la densidad de la conectividad (física y
económica), al grado de compatibilidad entre los respectivos sistemas
políticos y económicos, y a la previsibilidad en el comportamiento
de los países, especialmente en el cumplimiento de lo pactado.
El segundo concepto es el de la supranacionalidad. Se lo suele relacionar
con cesión de soberanía a instituciones comunes. Es la resultante,
en tal caso, de la visión monista de la integración entre
naciones. En cierta forma el modelo implícito suele ser el de la
formación de un Estado federal o de una Confederación, algo
así como una nueva Nación. Sin embargo, incluso en la experiencia
de la Unión Europea, el concepto de supranacionalidad está
más referido a la idea de compartir el ejercicio de las respectivas
soberanías -en el sentido de aceptar restricciones a su ejercicio
discrecional- con instituciones orientadas a facilitar la concertación
dinámica de los intereses nacionales en un cuadro de ganancias
mutuas. Es por ello que ningún país resigna, al ser parte
de este tipo de proceso de integración, al derecho soberano de
eventualmente abandonar el emprendimiento común.
Y el tercer concepto es el de unión aduanera. En su definición
suele predominar lo que se ha aprendido en la teoría, especialmente
la del comercio internacional. Se corresponde entonces a una visión
monista de la integración que puede reconocer como precedentes
procesos como el que condujeron, por ejemplo, al surgimiento de Alemania
como un Estado federal. Sin embargo, si se aplica el principio de libertad
de organización, los países que deciden integrar sus economías
-con una visión pluralista y no necesariamente monista- pueden
sacar el máximo provecho a las ambigüedades que caracterizan
al único compromiso jurídico internacional que los puede
limitar al crear una unión aduanera, que es el ya mencionado artículo
XXIV, párrafo 8, del GATT-1994.
Ganancias de flexibilidad sin pérdidas de previsibilidad que afecten
las decisiones de inversión productiva en función de los
mercados ampliados por un acuerdo de integración; eficacia en los
mecanismos de concertación de intereses nacionales a partir de
lo que cada país defina como una estrategia realista de inserción
internacional en un mundo de múltiples opciones para todas las
naciones, y un alto grado de transparencia y de participación social
en el desarrollo de un proceso de integración, parecen ser tres
recomendaciones a tener en cuenta cuando los que intentan trabajar juntos,
son países que comparten un mismo espacio físico contiguo
y valoran la idea de convivir en un entorno regional de calidad, esto
es, favorable a la paz, la estabilidad política, la democracia
y el desarrollo económico y social de cada una de las naciones
contiguas.
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